Columna publicada el 15.04.18 en El Mercurio.

¿Cómo leer y escrutar el cambio social y cultural que ha experimentado nuestro país en las últimas tres décadas? Tal es, en algún sentido, la pregunta fundamental que cualquier político de cierto vuelo debería estar formulando. Sin embargo, la actitud frecuente es exactamente contraria: cada cual cree tener todas y cada una de las respuestas antes de siquiera haber comprendido la pregunta. No es raro escuchar, por ejemplo, afirmaciones del tipo “el país cambió, quiere más libertad individual” (para descartar argumentos conservadores) o “Chile se cansó del neoliberalismo” (para silenciar de plano a quienes defienden la economía liberal), y así. Aunque es innegable que la reflexión política siempre debe partir por considerar la realidad, ese tipo de razonamientos lleva las cosas algo más allá. En efecto, suelen esconder una especie de contrabando intelectual, pues se intenta hacer pasar por observación neutra aquello que viene muy cargado normativamente. El discurso se vuelve estéril, predecible e insoportablemente chato.

Tomemos, por mencionar un caso, las reacciones frente a los preocupantes números del sida. Los más liberales culpan a los conservadores (¡nunca permitieron una auténtica educación sexual!), los conservadores a los liberales (¡fomentaron la promiscuidad con la píldora del día después!), y los críticos de la migración, a los extranjeros. Se reacciona instintivamente ante los números, con el único objeto de reforzar una hipótesis de carácter dogmático asumida de antemano. La dificultad estriba en que la realidad suele ser infinitivamente más equívoca y multiforme de lo que suponen dichas posturas; y no puede aprehenderse a partir de un solo principio. Además, todo análisis estadístico tiene supuestos metodológicos más o menos discutibles. ¿Qué se quiere decir, por ejemplo, cuando se afirma que el país es más liberal? ¿O más individualista? ¿O más reacio al mercado, o más proclive al consumo? ¿Tenemos alguna definición compartida de esos conceptos que nos permitan afirmar algo así? ¿O es solo la expresión del deseo de ciertas élites que se hablan a sí mismas? Si esto es plausible, ¿cómo podrán gobernar esas élites un país que no han querido comprender sino a partir de sus propias preocupaciones? Estas preguntas valen, desde luego, para muchas tesis que circulan con total impunidad.

El argumento tiene una segunda variante, tanto o más riesgosa que la anterior. Muchos creen que basta constatar cierto estado de cosas para deducir conclusiones normativas (“el país cambió en tal sentido, debemos asumir esa realidad”). Sin embargo, una política digna de ese nombre aspira a algo más que plegarse al movimiento del mundo. La historia no tiene un curso predeterminado al que debamos obedecer ciegamente. La idea es, muy por el contrario, proveer de orientación a ese movimiento. ¿Cómo, si no, podríamos luchar contra aquellos aspectos de la realidad que consideramos injustos? En rigor, ocurre que le tememos cada vez más a la expresión del auténtico conflicto político. Queremos creer que la realidad puede dictarnos un curso de acción, y ahorrarnos así la reflexión y la deliberación entre tesis robustas y contradictorias. Nuestra vida sería más cómoda si en lugar de políticos tuviéramos encuestadores, pero perderíamos buena parte de nuestra libertad. La unanimidad está en las antípodas de una democracia sana.

Para graficar estos problemas, puede ser útil recordar el libro que escribió hace algunos años Rodrigo Fluxá sobre Daniel Zamudio (“Solos en la noche. Zamudio y sus asesinos”). Este texto -acaso la exploración más honesta y profunda de lo que está ocurriendo en algunas capas de nuestro país- narra con talento la historia de cinco jóvenes que no caben en nuestro orden social, que han sido radicalmente excluidos de él. Nuestro engranaje los ha privado de toda posibilidad existencial y de cualquier horizonte significativo. Aunque la lectura del libro requiere cierto estómago, al final surge una pregunta elemental: ¿en qué medida las categorías que dominan nuestra discusión se corresponden con el país? ¿Qué sentido tienen, en el mundo de Zamudio y en el de sus asesinos, las etiquetas de liberal, conservador, estatista o neoliberal que con tanto deleite ocupamos día a día? ¿Qué diablos puede significar aceptar esa realidad tal y como viene? ¿Podremos entender lo que pasa allí si tendemos a ver la realidad con unos anteojos que ni la rozan?

Si se quiere, Donald Trump es la patología perfecta producida por este tipo de falacias. Por un lado, la élite impone una lectura de la realidad que buena parte de la sociedad no comparte, y se priva así de toda comunicación con ella. Por otro lado, se intenta aguar todo conflicto bajo un conformismo ramplón y una falsa necesidad histórica. Este experimento termina negando al mismo tiempo tanto la política como la democracia. Sus resultados están a la vista.