Columna publicada el 08.04.18 en El Mercurio.

Después de sus habituales vacilaciones hamletianas, el senador José Miguel Insulza se negó finalmente a integrar la comisión de Seguridad Pública, convocada por el Presidente Piñera. Su decisión solo viene a confirmar que el “Panzer” tiene una curiosa aversión al riesgo, cuestión que en política suele ser un problema mayúsculo: No hay acción digna de ese nombre sin una dosis de peligro.

El fenómeno es extraño, pues al personaje le sobran la experiencia, el talento y el olfato; y, sin embargo, se las ha arreglado siempre para quedar atrapado en jaulas invisibles, desde sus largos años en la OEA hasta aquella vez que se retiró de la contienda frente a Eduardo Frei, su ex jefe. En esta ocasión, Insulza prefirió seguir las instrucciones de los burócratas que controlan su partido, antes que jugar un papel protagónico acorde con su trayectoria. Por más que le pese, Insulza estaba llamado a representar mucho más que el organigrama del PS (organigrama que, dicho sea de paso, no ha sido capaz de la menor autocrítica tras el desastre electoral y político de ese sector). Dicho de otro modo: si valía la pena que Insulza fuese senador, era precisamente para conducir, y no para someterse.

Desde luego, todo esto excede al propio Insulza, y guarda relación con el modo en que la oposición quiere enfrentar los desafíos que vienen. En este plano, la actitud del senador contrasta brutalmente con la de Gabriel Boric. Este no ha temido enfrentar las críticas de su propio campo, pues comprende que la política no es necesariamente un juego de suma cero, y que para construir resulta indispensable quebrar huevos. Por paradójico y contraintuitivo que suene, el joven Boric entiende mucho más de política que el experimentado Insulza. Nada de esto debería sorprender. Si la muerte de la Concertación fue tan ignominiosa, es porque los complacientes se comportaron frente a ella como borregos incapaces de la menor resistencia. En el fondo, creyeron que su derrota constituía una especie de necesidad histórica, frente a la cual solo cabía la rendición incondicional. Por su lado, los flagelantes se contentaron con alardear y renegar del pasado, sin nunca preocuparse seriamente por la administración del poder. Así, le entregaron en bandeja el gobierno a la derecha. Insulza no se atreve a ir más allá porque, de algún modo, sigue siendo víctima de ese complejo de inferioridad moral que tanto daño le ha hecho a la vieja Concertación. Mientras, Boric se da el lujo de adelantarlos por la derecha y por la izquierda.

En este contexto, tampoco cabe extrañarse por los múltiples palos de ciego a los que recurre parte de la izquierda para enfrentar al Ejecutivo. El más notorio es, sin duda, la defensa del sacrosanto legado de Bachelet, como si algo así pudiera ser una estrategia de futuro. De este modo, pueden hacer todos los intentos por transformar el protocolo de la ley de aborto en un escándalo nacional, aunque todos sabemos que la polémica es artificial, y que la normativa actual se apega plenamente a la ley. Pueden vociferar también contra el TC, pero tampoco esos berrinches tocan al Ejecutivo. En suma, aquello que fue la Nueva Mayoría no posee liderazgos ni diagnósticos compartidos, condiciones esenciales para hacer oposición. Estas dificultades son graves, pero quizás podrían solucionarse con una reflexión bien llevada. Sin embargo, hay una carencia que resulta más fundamental: no hay hambre, no hay ganas ni pasión. Solo hay lamentos, quejidos y explicaciones; solo hay caras repetidas, gastadas y cansadas.

Maquiavelo enseñaba que toda fundación política exige audacia, mucha audacia, porque el advenimiento de algo nuevo requiere romper con los moldes establecidos. Si acaso es cierto que la centroizquierda está en crisis profunda, solo podrá salir de ella si sus dirigentes muestran algo de osadía y creatividad. Todo indica que Insulza y, con él, su mundo y su generación renunciaron hace mucho tiempo a enfrentar ese dilema.