Columna publicada el 19.04.18 en The Clinic.

La noticia del alarmante aumento de infectados por VIH ha vuelto a levantar la discusión sobre educación sexual en nuestro país. Especialistas y políticos han atribuido esta alza a la desinformación de la población, así como a la fuerza que tendrían ciertos grupos, principalmente conservadores, para imponer una “censura cultural” que impide difundir campañas e implementar políticas públicas eficaces.

Más allá de las responsabilidades y del curso de acción futuro para enfrentar aquello que los especialistas han descrito como una “epidemia”, situaciones graves como esta exigen, al menos, un intento por llegar al problema de fondo.

La discusión no debiera reducirse solo al ámbito de la política pública, pues, con independencia de las premisas de cada cual, pareciera haber acuerdo en torno al hecho de que la sexualidad pone en juego algo más profundo que la mera garantía de un espacio seguro. No obstante, ese punto se ve particularmente oscurecido en la discusión actual.
Cada vez que resurge la polémica sobre educación sexual –que ha tenido múltiples y variadas versiones–, se hace referencia a la persistencia de un fuerte tabú en torno al sexo que no nos permitiría conversar abiertamente sobre el tema. Este tabú se ha atribuido habitualmente a la influencia del mundo conservador y de la Iglesia católica, quienes, según sus detractores, son reacios a dejar en manos de la libertad individual una práctica que debe enmarcarse dentro de ciertos límites. Moralismo y mojigatería, que sólo ve pecado en el ejercicio libre de la sexualidad.

Sin embargo, dicho tabú no es patrimonio exclusivo del “conservadurismo” local –al que siempre se alude en su peor versión–, cuya influencia, por lo demás, pocos podrían negar que esté en retirada. Si para los más tradicionales el sexo era un tema prohibido, por estar demasiado cerca del pecado, la opinión dominante hoy llega a una conclusión análoga, aunque por un motivo distinto: el sexo sería ese ámbito privado en el que “nadie puede meterse”. Lo único que cabe hacer es delimitar un marco regulado por la política pública para contener enfermedades que puedan afectar al resto de la sociedad; allí empieza y termina la discusión pública sobre el tema.

Pero ¿dónde se aprende entre tanto por qué nadie puede entrar en ese espacio que es sólo tuyo? ¿hay acaso allí algo valioso? ¿Cuentan todas las personas con un lugar protegido, donde poder confrontar las preguntas más complejas que están en la base de la vida sexual, y que difícilmente una política pública estandarizada puede responder?

No olvidemos que, según las cifras reveladas por los medios, la mayor parte de los infectados por VIH corresponden al rango etario entre los 15 y 25 años, una etapa determinante en la formación de las personas y, en especial, de su vida sexual. ¿Podemos explicar ese dato sólo por una falta de información o hay una carencia más profunda que no alcanzamos a ver? ¿No replica ese gesto el prejuicio de la “información perfecta”, tan criticado en los economistas? El problema es que poco podemos hacer frente a estas preguntas –difíciles pero esenciales–, porque estamos atrapados en una nueva versión del tabú –antes conservadora, hoy liberal–, y no queremos o no nos atrevemos a decir nada sobre un espacio que, definido como está, tiene que afirmar su total autonomía y libertad para constituirse correctamente. Y por lo mismo, pareciera que nadie puede pronunciarse sobre él. Entre tanto, progresivamente nos vamos quedando solos en ese ámbito tan fundamental y determinante de la existencia, que intuimos valioso, pero no podemos afirmar por qué.