Columna publicada el 22.03.18 en El Mercurio

Hace pocos días, el Servicio Electoral llamó a una consulta pública para recibir propuestas con vistas a instalar el voto electrónico en Chile. Más allá de lo curioso que resulta que dicho organismo gaste fondos públicos en una cuestión sensible y que escapa a sus potestades (el voto electrónico requiere un cambio legislativo), la iniciativa sorprende por la total ausencia de reflexión previa, un poco como si este cambio fuera parte de un proceso inevitable respecto del cual no cabe deliberación alguna.

Sin embargo, el régimen democrático tiene exigencias que son difícilmente compatibles con el voto electrónico, ya que las reglas de nuestro sistema no valen solo por su grado de eficiencia. Dicho en simple, el rito electoral no puede reducirse al acto mecánico de votar y luego escrutar, pues hay en él algo mucho más valioso, que dota de legitimidad a la elección. En efecto, la amplia participación ciudadana que se produce el día de los comicios posee un valor irreemplazable, pues le permite a cualquier ciudadano ser actor, veedor y fiscalizador de nuestra democracia. El corolario es, desde luego, la transparencia total de las elecciones; es la misma ciudadanía la que controla y verifica la pulcritud de nuestros comicios. Si nuestras elecciones son limpias, ejemplares y gozan de alta credibilidad, es fundamentalmente porque son panópticas: todo es visible para cualquier mortal, todo está abierto a los ciudadanos. Pasar al voto electrónico implica dinamitar ese capital invaluable, sin obtener nada demasiado relevante a cambio.

Además, los argumentos que se ofrecen para esta modificación son particularmente precarios. Por un lado, se nos dice que podría aumentarse la velocidad en el conteo de votos, ignorando que en Chile los resultados electorales están disponibles muy rápidamente. Pero, aunque no fuera así, ¿tiene sentido cambiar velocidad por legitimidad? ¿De qué nos servirían unos resultados instantáneos, pero dudosos? Se nos dice también que esto podría aumentar la participación, y ayudar a superar nuestra crisis política. No obstante, el voto electrónico que se estudia seguirá siendo presencial. Así las cosas (salvo que esto sea pensado deliberadamente como el primer paso de algo mayor, en cuyo caso sería bueno explicitarlo), no se entiende bien por qué podría aumentar la participación (¿quienes se abstienen dejarían de hacerlo si abandonamos el papel?). Por otro lado, una mínima interrogación sobre las causas de la crisis de representación permite comprender que esta excede con mucho al mayor o menor uso de la tecnología.

En rigor, el voto electrónico es peligroso para la democracia, pues les entrega a técnicos informáticos el control de un sistema que hoy recae en todos nosotros. Es, si se quiere, el reemplazo de los ciudadanos por los expertos, con todas las dificultades implicadas. En el nuevo sistema habrá algunos más iguales que otros, habrá algunos capaces de controlar (y, eventualmente, manipular) una cuestión tan fundamental en una democracia como el acto electoral, mientras que la inmensa mayoría tendría que limitarse a mirar (y creer).

No faltan los que piensan que este cambio es inevitable y que, por tanto, cualquier resistencia resultaría vana e inútil. Este argumento no es menos falaz que los anteriores, pues supone que no tiene ningún sentido reflexionar sobre lo que nos ocurre, sino solamente doblegar nuestra inteligencia (y, de paso, nuestra libertad) frente a aquello que hoy parece irresistible. Con todo, la democracia se merece algo más -y exige algo más- que esa actitud pasiva. En cualquier caso, el Servel se ahorraría unos buenos pesos dándose el trabajo de averiguar qué han hecho algunos países europeos -como Holanda, Alemania o Irlanda- a este respecto, pues el curso de la historia suele ser menos unívoco de lo que muchos creen.