Columna publicada el 27.03.18 en La Segunda

Si los rumores de prensa se confirman, el gobierno y varios parlamentarios oficialistas no sólo apoyarán el proyecto de identidad de género, sino que incluso contemplarán en él a algunos menores de edad. Se alcanzaría, así, un aparente consenso, pues la única duda sería la edad mínima para el cambio de sexo registral (y todo lo que suele implicar: tratamientos hormonales, eventuales cirugías, etc.).

Este panorama no deja de sorprender.

La narrativa dominante en materia de género –la identidad sexual como sujeta a la sola voluntad– pone en entredicho la creciente valoración del complemento entre hombre y mujer. ¿Cómo justificar el insustituible aporte femenino si no hay diferencias sustantivas entre ambos sexos? ¿Qué sentido tendría, bajo esa narrativa, la propuesta de que las mujeres cuenten con presencia igualitaria en el Congreso, los directorios de empresas y los foros o paneles de TV? ¿Cómo fundar esa imprescindible complementariedad?

Pero eso no es todo.

Nuestra izquierda lleva años cuestionando el neoliberalismo que corroería Chile. La idea de que la sola expresión de preferencias individuales bastaría para legitimar el orden socioeconómico ha sido su blanco sistemático. No advierten, sin embargo, que al adoptar la soberanía individual como criterio rector de sus posiciones morales y culturales favorecen el paradigma que dicen rechazar.

Para no hablar de la DC y el olvido de su antropología distintiva, la vacilación de la derecha resulta aún más curiosa. Al no plantear con firmeza la relevancia de la distinción hombre-mujer (la que, dicho sea de paso, funda nuestras prestaciones de salud, las competencias deportivas y tantas otras cosas), el oficialismo adopta una lógica inconsistente con otros planteamientos suyos. La noción de responsabilidad pierde entidad cuando la autonomía de un niño o adolescente pasa a tener tamañas facultades. El influjo de la evidencia empírica decae al ignorarla en este plano: 8 de cada 10 niños que sufre disforia de género deja de experimentarla al llegar a la adultez. Y subordinar nuestros debates más acuciantes a ciertos derechos individuales afirmados a priori atenta, en general, contra el reconocimiento de fines o propósitos institucionales (es decir, contra la subsidiariedad). Esos fines fácilmente se ven amenazados por una mirada que exacerba al individuo y sus prerrogativas hasta la saciedad.

Se trata, en suma, de un escenario muy confuso. Especialmente considerando las preguntas que siguen sin respuesta: ¿si el género es una pura construcción social, cómo podría la identidad de género ser innata? ¿Y si ésta lo fuera, cómo podría el género depender de la sola voluntad de cada cual?