Columna publicada en Qué Pasa, 09.03.2018

Una mujer fantasma es la historia de Elena, una anciana de 78 años que habita en un campamento en Santiago de Chile. Los vecinos le dicen Weli. Sufre de cataratas, diabetes y tiene una hernia en el abdomen. Tiene también la muñeca fracturada y una herida infectada en la pierna. Vive sin agua potable, rodeada de moscas y ratones, entre 17 familias abandonadas a su suerte. Sus hijos drogadictos a veces se aparecen por su casa, le roban lo poco y nada que encuentran y le pegan.

En un verano especialmente seco, comienza a haber incendios en el campamento. Las ligeras casas, hechas de cartones y otros desechos, se queman a veces durante la noche. Nadie se explica el origen del fuego. Los vecinos, asustados, despiertan. Pero una noche de febrero, la Weli no aguanta más y cierra los ojos. Duerme y logra, por unos minutos, desconectarse de su cuerpo, de la miseria que la rodea, y entrar en la república democrática del sueño, donde todos somos iguales. Pero nunca vuelve de ahí.

Doña Elena muere calcinada en su casucha consumida por las llamas. Su frágil cuerpo, carbonizado, es encontrado entre los escombros.

En la última escena, los vecinos se preguntan qué hacer con los restos de la Weli. Nadie puede pagar un entierro. La cosa no pinta bien. Entre perros flacos y montones de basura juegan los miembros menores de la comunidad, mientras los adultos tratan de dar con alguna solución, aunque es fácil notar que probablemente no está en sus manos.

Triste la película, ¿ah? Este guion jamás ganaría un Oscar. Además, ¿cuál es el mensaje? ¿Cuál la moraleja? ¿Con quién se puede identificar la audiencia? Nadie sentado en un cine es la Weli. A lo más uno podría salir de la sala agradecido por eso. Pero nadie paga por esa experiencia. Uno va al cine a pasarlo bien. Quizás por eso “Una mujer fantasma” no pegó mucho y la crítica ni la comentó.

David Foster Wallace (uno de los mejores etnólogos del sistema donde nos estamos sumergiendo) una vez escribió que las películas de David Lynch les molestaban a los estadounidenses porque no eran moralizantes. Los americanos, argumentaba, gustan de un arte donde el mundo moral esté claramente delineado y demarcado. Un arte moralmente cómodo, con héroes virtuosos, víctimas patéticas y la villanía de los villanos “claramente establecida y solemnemente condenada tanto por la trama como por la cámara”. Historias que permitan al espectador enjuiciar con libertad y exigir que se haga justicia sin la más mínima sospecha “de que la justicia probablemente no sería muy comprensiva con ciertos aspectos de uno mismo”.

La corrección política, la cómoda confirmación de que estamos en el lado correcto de la historia, la eterna trama de todas las películas de Hollywood es a lo que Foster Wallace se refiere. Cultura que también es nuestra, de los chilenos, que ahora somos premiados por Hollywood. Las estructuras elementales de los guiones de casi todas las películas que crecimos viendo y que ahora comenzamos a fabricar en alta calidad: el protagonista desea algo, su entorno se opone, desafía a su entorno, y prevalece. O bien el protagonista es enviado en una misión en contra de algún grupo, pero se da cuenta de la maldad de su propio bando, y se une a ese grupo. Siempre es lo mismo. Siempre somos el protagonista, ganándole al entorno, haciendo lo correcto. Y eso nos encanta.

Todos somos Una mujer fantástica. Nadie es Una mujer fantasma. La Weli, una vieja pobre y abandonada, y su miserable muerte no pudieron remecer Twitter, que es donde parecen fijarse las prioridades políticas. Era como una versión en la extrema pobreza de Coco, pero sin mística alguna. Y sus hijos que le pegaban eran como salidos de una versión degradada y (más) flaite de Trainspotting. Ni el gobierno saliente ni el entrante se conmovieron con ella. Su historia no generó empatía alguna, hashtags, cambios de agenda y prioridades legislativas, vestiduras rasgadas, pensamientos ni oraciones. La derecha no se dividió, Evópoli no hizo declaraciones, Vlado Mirosevic no designó con su liberal dedo a los que podían aplaudir.

El gran defecto de Una mujer fantasma, ahora que lo pienso, debe ser que los malos en ella somos los espectadores. Las víctimas son ella y esas otras 17 familias, amontonadas en esas casuchas, en medio de la basura y el barro. Y los victimarios somos nosotros y nuestra total indiferencia. Y eso no puede estar bien. Eso no es cómodo. Eso no vende. Nadie quiere ver arder a una anciana indigente en medio de la basura. Nadie quiere imaginar el olor de la carne humana chamuscada, entre cartones y pallets (esos con los que los hipsters hacen muebles). Ninguno de nosotros querría haber estado ahí, en el campamento San Francisco de la comuna de San Bernardo, el martes 13 de febrero recién pasado y presenciar la muerte de Elena Pricinger Uzuariaga, cerca de la una de la madrugada. Y haber sabido, en ese momento, que la justicia, de existir, probablemente no sería muy comprensiva con nosotros.

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