Columna publicada en La Tercera, 07.03.2018

“Me parece que no es momento de celebración para aquellos que se han opuesto a legislar a favor del respeto a la comunidad trans en Chile. Un poco de respeto”. Esa fue la respuesta del diputado Vlado Mirosevic a un mensaje de Sebastián Piñera que felicitaba a los ganadores del Oscar. Más allá de la paradoja que implica que un autodenominado “liberal” –y supuesto defensor del “pensamiento crítico” en la última polémica sobre filosofía–  ejerza el rol de censor en redes sociales, el texto del parlamentario es muy representativo del ánimo que se instaló en cierta elite luego del triunfo de Una mujer fantástica. El Oscar no sería tanto para los méritos cinematográficos de la película sino para la causa que encarna. Por tanto, aquellos que no suscriban ese combate –en los términos definidos por sus defensores– sencillamente no están invitados a la fiesta.

El criterio, sobra decirlo, es bastante extraño. Si lo siguiéramos hasta el final, no podríamos celebrar el Canto general de Neruda sin compartir su estalinismo, ni las novelas de Céline sin ser antisemitas. Asimismo, sólo podrían haber celebrado el reciente Nobel de Vargas Llosa quienes defendieran su singular versión del liberalismo. ¡Y ni hablar del misógino Tolstoi! La lista podría seguir indefinidamente, pues la relación entre el arte y las ideas de sus autores nunca ha sido fácil.

Milan Kundera suele decir que la novela implica la suspensión del juicio moral. La misión de la novela, según el autor de La inmortalidad, es instalar una duda allí donde antes teníamos certezas, y poner ambigüedad allí donde todo parecía claro. Dicho de otro modo, la novela nos obliga a cuestionar nuestras convicciones. La obra de arte no debe orientarnos inequívocamente, ni menos darnos un programa a seguir a rajatabla, sino ayudarnos a comprender la complejidad del fenómeno humano. Si se quiere, la idea es salir más desorientado de lo que entramos. Por eso el checo no puede tomarse en serio la obra literaria de Orwell: todo lo que éste quería decir, afirma Kundera, podría haberse dicho (y mejor) en un panfleto. Y la obra de arte no admite ese tipo de instrumentalización.

Me parece que por allí pasa el peligro de quienes, como Mirosevic, piensan que del éxito de una película deben seguirse inmediatamente ciertas consecuencias políticas. La idea sería que el Oscar que ganó Una mujer fantástica implica –algo así como necesariamente– que debe apoyarse el proyecto de identidad de género en su estado actual. Cualquier otra posición no puede sino ser “transfóbica”. Sin embargo, esta no es una buena manera de discutir, pues nada de esto permite una deliberación política digna de ese nombre. Por lo demás, ¿en qué tipo de colonialismo cultural caeríamos si empezamos a legislar según las preferencias de Hollywood, que hizo durante años la vista gorda con tipos como Harvey Weinstein? ¿Qué género de capitalismo es aquel que nos obliga a darnos nuestras leyes al ritmo de la industria del espectáculo, con los infinitos sesgos que tiene ese mundo?

Desde luego, no estoy juzgando aquí la calidad del largometraje (esa es otra discusión y en ella no tengo la menor competencia), sino el ruido y la moralina que ha generado. Los socialismos reales obligaban al arte a ceñirse a marcos ideológicos, y ahora los artistas se someten libremente a ellos: no estoy seguro de que hayamos avanzado mucho. Como fuere, resulta curioso que una obra de arte, cuya finalidad es precisamente cuestionar nuestras convicciones, termine alimentando una lógica políticamente correcta teñida de intolerancia, e incapaz de poner en duda su propia posición. Si esa es la concepción del arte y del sentido crítico que quieren vendernos, gracias, pero no me interesa.

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