Columna publicada en Qué Pasa, 16.02.1018

La ilimitada expansión de los derechos y la autonomía individual, sostenida en las leyes y apoyada por el Estado, pareciera ser hoy el mandato político divino. Quienes predican este evangelio, como los diputados de RN que le dedicaron un manifiesto, lo hacen con la sincera convicción de estar galopando las fuerzas de la historia hacia su plenitud final, e invitan a sus correligionarios conservadores a “no quedarse atrás”. Esta visión, además, atraviesa el espectro político. Bachelet no mentía al afirmar que uno de los grandes orgullos de su mandato era la expansión de las libertades individuales.

La libertad y derecho de cada cual a ser y hacer lo que quiera, con tal de no afectar esa misma libertad y derecho en alguien más, suena como una idea más que razonable. Suena gloriosa. Quizás por eso los conservadores de todos los partidos están viviendo tiempos difíciles. La política democrática normalmente se sostiene sobre exigencias argumentativas bastante mediocres, bastando un par de cuñas. Pero cuando toca discrepar con visiones que han capturado la imaginación y la práctica popular, la cosa se pone color de hormiga.

Para peor, las visiones de mundo que alguna vez fueron hegemónicas, una vez que caen en desgracia, son expuestas a una especie de “juicio de residencia”. Así, los conservadores católicos se ven hoy obligados a responder públicamente por la defensa que en el pasado dicha postura hizo de la discriminación legal de los hijos nacidos fuera del matrimonio, del castigo penal de la sodomía o de la prohibición del divorcio. Cuando una visión está en el poder, rara vez se hace la pregunta respecto a la adecuada relación entre moral y derecho. Pero cuando cae del trono, le toca responder por los platos rotos (algo que los progresistas que justifican hoy, por ejemplo, la persecución penal de pasteleros que se nieguen a fabricar tortas para matrimonios homosexuales o de instituciones de salud católicas que se nieguen a practicar abortos deberían tener en cuenta).

Frente a estos procesos hay tres posibles actitudes: el apoyo cerrado, el combate total o la acción reflexiva. Las dos primeras se disputan “el lado correcto de la historia” con enemigos claros y agendas afiladas. La acción reflexiva, en cambio, siempre está atravesada por la duda. Y necesitada, por tanto, de mayor perspectiva. No les parece tan clara y evidente la situación actual, y eso los obliga a sumergirse en la historia, las humanidades y las ciencias sociales en búsqueda de elementos que permitan comprender las fuerzas que interactúan ante sus ojos, y la trayectoria de esos procesos que convergen en el momento presente.

El último libro escrito por la filósofa política Jean Bethke Elshtain, Sovereignty: God, State, and Self, debe ser de las exploraciones más honestas y ambiciosas del camino a través del cual derivamos, en Occidente, a nuestra configuración cultural actual. Su tesis es que seguimos viviendo las consecuencias de un giro teológico ocurrido en la Baja Edad Media que dejó atrás la concepción de Dios como razón y amor, que es la concepción de clásicos como San Agustín y Santo Tomás, y comenzó, a partir de los nominalistas, a entenderlo como pura voluntad (modificando, de paso, la comprensión de la Santísima Trinidad). Este giro tuvo como correlato político un intento de concentración del poder terrenal en manos del Papa y en contra de los reyes, primero, y luego en manos de los reyes y en contra del Papa. Había nacido la idea de “voluntad soberana” y, junto con ella, el principio absolutista, que alcanzaría su pleno apogeo un par de siglos más tarde, y cuya mayor herencia son los estados nacionales soberanos.

Las revoluciones del siglo XIX generaron una ilusión de cambio radical que, en realidad, no era tal. Cambió la justificación de la soberanía absoluta, y ella pasó a residir en “el pueblo”, pero el Estado nacional y sus poderes permanecieron intactos. De la voluntad absoluta de Dios, a la del monarca, a la del pueblo. Y, finalmente, nos dice Elshtain, a la del individuo, que hoy se supone que debe ser “liberado” de cualquier traba o sesgo para elegir, desde la pureza neutral, su identidad, religión, sexo, etnia o lo que sea. Para crearse a sí mismo.

La persona humana entendida, en Occidente, como pura voluntad subjetiva soberana es, entonces, el desafío que parecemos enfrentar en nuestra época. Y, tal como ocurrió con el desarrollo del Estado soberano, sus consecuencias son variadas, complejas y sorprendentes. En ningún caso unívocas. Tratar de entender sus peligros y oportunidades, sus partes componentes y sus contradicciones es lo que debería convocar hoy a los espíritus reflexivos de todos los partidos. Sin embargo, esta convocatoria se ve obstaculizada por la acalorada disputa por “el lado correcto de la historia”, en circunstancias en que la mayoría de quienes participan de esa animada batalla ni siquiera tienen mucha claridad sobre aquello que está en juego.

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