Columna publicada el 13.03.18 en El Líbero

El pasado 8 de marzo conmemoramos el Día Internacional de la Mujer y, sin embargo, es curioso pensar que en esta como en otras instancias, cuando hacemos referencia a la “mujer” en realidad no estamos hablando de lo mismo. Al hablar de una la película Una mujer fantástica, por ejemplo, apelamos a un contenido distinto del que probablemente se otorga al Ministerio de la Mujer.

Mientras que para algunos el vocablo “mujer” está definido por el sexo biológico femenino, para otros no hace referencia sino a una construcción cultural —un género— cuyo contenido depende de un determinado tiempo y lugar, o de cada persona. Incluso hay quienes consideran que se trata de una categoría binaria que debe ser superada. Y entre estos extremos del espectro, encontramos una infinidad de concepciones que muchas veces no tienen ningún común denominador. ¿Qué significa ser mujer? ¿Podemos distinguir en ella alguna característica sustantiva que la diferencie esencialmente del hombre? ¿Tiene sentido siquiera hacer esa distinción?

La respuesta a estas interrogantes excede el interés teórico, pues las implicancias públicas y privadas que se derivan del hecho de ser hombre o mujer (o identificarse como tal) —actualmente y a lo largo de la historia— no se limitan a la abstracción filosófica, sino que nos dicen algo de lo que somos y lo que podríamos ser. Así, por ejemplo, durante muchos siglos primó una mirada determinista en que las características y funciones atribuidas a hombres y mujeres serían consecuencias permanentes y necesarias de las diferencias biológicas. Lo que suponía, además, cierta inferioridad femenina que muchas veces se tradujo en situaciones de abuso y discriminación. El feminismo, en sus distintas versiones, es justamente una rebelión contra esa postura. La primera oleada feminista de fines del siglo XIX e inicios del XX buscaba la equiparación de los derechos civiles y políticos, que habían sido negados aduciendo la falta de capacidades “naturales” femeninas.

En su obra El segundo sexo (1949), Simone de Beauvoir inaugura la segunda ola feminista, que va a dar un salto radical en la comprensión de la intrincada relación entre sexo y género. Con su famosa frase “La mujer no nace, sino que se hace”, la filósofa francesa deja abierta la pregunta que nos inquieta: ¿qué es ser mujer? Para Beauvoir, lo que en Occidente se ha entendido por “mujer” no es sino una construcción del patriarcado para subyugarla utilizando sobre todo sus características biológicas —“las ataduras de la naturaleza”— y, en particular, la maternidad para estos propósitos. Y aunque apunta a la liberación femenina de esta noción patriarcal, no define explícitamente qué es lo que debiera entenderse entonces por mujer, qué relevancia tendría el sexo biológico en este sentido, y si en realidad existe algo específicamente femenino que sirva de base para elaborar una nueva concepción.

La falta de claridad acerca de lo que debe entenderse por mujer, y la dudosa relación con su constitución fisiológica, puede derivar fácilmente en la idea de que por esa palabra basta comprender un género: una construcción cultural e individual. Pero si esa construcción no se enraíza en ninguna permanencia, entonces no se ve por qué debemos hacer alusión exclusivamente a dos géneros: femenino y masculino. Bien podrían existir tantos como el ser humano posea capacidad de construcción. De paso, eso implica que la misma mujer podría no existir.

El asunto no es en absoluto sencillo. Prueba de ello son las innumerables teorías filosóficas y científicas que han surgido últimamente —desde la metafísica hasta la neurociencia— para intentar responder al enigma de los sexos, que finalmente remite a la compleja relación entre naturaleza y cultura: en qué medida opera cada una de estas dimensiones en nuestra comprensión de la sexualidad humana y del lugar que ella ocupa en nuestras formas de organización social.

Ya sabemos lo nocivos que son los estereotipos de género, aunque ellos de hecho persistan; sin embargo, actualmente nos encontramos inmersos en una Torre de Babel que tampoco nos deja muy bien situados. Si no queremos que la reivindicación de la mujer termine vaciándose de sentido, al menos debemos plantearnos estas preguntas de modo honesto.