Columna publicada en La Tercera, 11.02.2018

Toda sociedad, según el antropólogo René Girard, está construida sobre sacrificios humanos. En su base se encuentra un asesinato escondido a través de mitos, que traza una línea entre lo profano y lo sagrado. Y cada vez que la comunidad necesita renovar sus lazos repite el rito del sacrificio original, sustituyendo simbólicamente, salvo casos muy radicales, a la víctima humana.

La revelación cristiana, continúa Girard, consiste en mostrar la inocencia de la víctima. Es la primera religión que relata el sacrificio fundante desde la perspectiva de ella. Así, en teoría, inutiliza el mecanismo sacrificial. Es “el último sacrificio necesario”: Jesucristo perdona a sus asesinos, al tiempo que llama a los hombres a amarse los unos a los otros y detener por esa vía la violencia.
Sin embargo, el amor parece un débil pegamento social. Así, cuando el edificio tambalea, la violencia aparenta ser mejor receta para recuperar la unidad. Pero ahora, dada la revelación, se ejercerá en nombre de las víctimas, contra los victimarios.

Si seguimos esta idea, las fantasías y prácticas sacrificiales serían un indicador de anomia. Y ellas van en ascenso en nuestro país. Muchos creen que, para recuperar “el orden” -incluso frente a un incendio forestal- basta con encontrar culpables y desatar la violencia contra ellos.

Otro indicador de esta tendencia es la demanda por leyes con el nombre propio de alguna víctima, con penas del infierno y legalmente incoherentes. Especie de hogueras donde se pretende arrojar a los malos, con la esperanza de que el mal retroceda. Hogueras, por cierto, cada vez más grandes: ya llegamos a la pena de muerte. Luego vendrá la tortura.

Es increíble la liviandad con que algunos políticos y programas de televisión abordan estos asuntos. No comprenden que la demanda sacrificial obedece a la sensación (promovida por políticos y periodistas) de que la impunidad y la corrupción campean por doquier. De que el orden es injusto y perverso. Los populistas penales que, desde cargos de autoridad promueven esta mirada, no ven que los siguientes en la hoguera son ellos.

Lo cierto es que el mal no retrocede frente al sacrificio de los malos. Al contrario, se expande, pues sus causas profundas quedan escondidas bajo el manto sacrificial. Violentando delincuentes nuestra atención se desvía desde las preguntas más importantes: quiénes son, de dónde vienen, cómo fue que llegaron a esto. Son culpables por sus actos, es cierto, pero todo ser humano está también fuertemente condicionado por su entorno y su historia. No es pura voluntad. Y si modificar ese entorno puede hacer retroceder el mal, dicha modificación debería ser nuestra primera prioridad. La mitad de los presos, por ejemplo, pasó por el Sename y proviene de familias marginales que viven en la miseria. Son víctimas del orden social: nuestras víctimas.Y reunir a la comunidad en torno a la disminución y reparación del daño que sufren día a día es mil veces más fecundo que reunirnos en torno a una hoguera.

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