Columna publicada en El Líbero, 06.03.2018

Los Premios Oscar ilustran lo mucho que se puede parecer la política al mundo del espectáculo. La faceta showman de Donald Trump es un ejemplo. Preocupado del rating, de denostar a quienes lo imitan y se ríen de él, de construir sus relaciones de trabajo como si fueran su antiguo reality show (si no lo haces bien, estás despedido) –y todo desde su cuenta de Twitter–, Trump hace viva la conocida frase de uno de los cerebros tras el movimiento que lo llevó a la Casa Blanca: “La política es la farándula de la gente fea”.

Y esto nos parece poco serio. Usar la política como farándula la disminuye, le resta valor, sentido. Pero aquí se necesita cierta cautela y proceder algo más lento. Quienes buscamos que la política tenga un lugar más digno no debemos olvidar que en ella hay algo inherentemente teatral. A la esencia de la actividad política –representar– la rodean, por definición, simbolismos e imágenes diseñados precisamente para que experimentemos que nuestra voluntad y vitalidad está presente en quien habla por nosotros. El espectáculo es, y no vale la pena engañarse, una herramienta política. Para lograr su objetivo, y como se ha hecho a lo largo de la historia, el político se tiene que poner un disfraz. Pero que haya que disfrazarse no quiere decir farandulizarse, ni caer en la frivolidad de vivir de las encuestas y alimentar la vanidad. De hecho, si la política requiere de algún tipo de actuación, Trump es un mal actor.

Y es un mal actor por una razón muy simple: es demasiado transparente. El uso de Twitter le ha pasado la cuenta, porque no filtra lo que piensa y dispara a cada impulso. Un político debiese hacer lo opuesto. Aquí hay un límite de la cultura de la transparencia que hemos empezado a sacralizar. La representación exige cierta distancia. Para admirar a alguien, o incluso respetarlo, se requiere de cierta aislación. Hay un velo que es sano que se mantenga. A veces, hay cosas de las que es mejor no enterarnos.

Un buen político debe ser capaz de proyectar una imagen que le permita representar, que le permita articular la experiencia vital de la comunidad política, y ser una permanente actualización de esas razones, a veces muy escondidas y olvidadas, por las cuales actuamos como comunidad. El representante cumple la función tan vital de recordarnos que la sociedad no es la mera agregación de individuos, sino algo así como una realidad diferente. El representante, en este sentido, necesita de máscaras, disfraces, símbolos e imágenes no para ser un farsante o un mentiroso. La puesta en escena no se trata de una maquinación fraudulenta de la propia realidad del político, sino que es la forma por la cual él ejerce su función, algo que va más allá de su persona y que es, en muchos sentidos, más grande que él. Se trata de la complejísima tarea de un vivir dual: el político es él, pero también lo que encarna.

Por eso está bien que la vara pública sea alta y que la puesta en escena sea exigente. Y al mismo tiempo es, quizás paradójicamente, liberador. La función política puede ser cumplida sin grandes personalidades, sin personajes con la talla de “hombre de Estado”. El puritanismo de la transparencia, sin embargo, nos puede hacer caer en la trampa de olvidar que, en realidad, lo grande es la función que el político encarna, no él mismo. El actuar como unidad, el que haya una agencia, es lo que nos define como comunidad política. Y tamaña tarea no es nada más, ni tampoco nada menos, que lo que un político debe aspirar y lograr.

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