Columna publicada en La Segunda, 27.02.2018

Una de las polémicas del verano en las páginas de opinión, azuzada por dos diputados de RN que buscan seguir la senda ideológica de grupos como Amplitud y Ciudadanos, ha sido el afán por establecer algo así como la esencia del  liberalismo. Además de lo curioso del  ejercicio —liberales fijando su credo y lanzando anatemas—, la disputa confirma cuán equívoco resulta hablar en abstracto de “el” liberalismo (y lo propio ocurre con otros “ismos” similares). Veamos un par de ejemplos del período estival.

El liberalismo político, se supone, implica no sólo una separación de pode‐ res, sino también la primacía del legislador —de los representantes electos democráticamente por la ciudadanía— a la hora de concluir y determinar las principales directrices de la vida social. Pero Alejandro Vergara, intentando refutar algunas posiciones que tilda de “conservadoras”, invoca una y otra vez a Ronald Dworkin. Y como es sabido, Dworkin se caracteriza por reivindicar la primacía del juez y “los principios”, no la del legislador. La de‐ nominada “juristocracia” quizás sea plausible, pero no parece muy liberal.

Otra nota distintiva del pensamiento liberal, se arguye, es el “Estado neutral”. Pero quienes dicen defender “la libertad en todo” y alejarse del “estatismo sexual”, como Valentina Verbal, no siempre son consistentes con aquel  propósito, pese a invocarlo con frecuencia. Después de todo, esa clase de cuñas apunta precisamente a exigir que el Estado y sus leyes reconozcan y valoren ciertas opciones de vida, incluyendo modificaciones institucionales, afectación de terceros, disminución de otras libertades, etc. Vaya neutralidad.

Ninguno de estos debates es sencillo, y, por tanto, urge formular las preguntas del modo más claro posible. Para hacerlo debemos advertir lo obvio: no existe una única tradición liberal, sino una variedad de corrientes y autores más o menos emparentados con otras influencias políticas o intelectuales (y pretender lo contrario a nombre de “el liberalismo” es, cuando menos, paradójico). Pero no sólo eso. Lo más importante es lograr superar las etiquetas y discutir en concreto: sobre tesis, fundamentos e instituciones en específico.

Si  nos quedamos en los adjetivos y no damos paso a los argumentos, ¿cómo debatir en serio acerca de la justicia y conveniencia de los diversos planteamientos que inundan la esfera pública?

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