Columna publicada en La Tercera, 18.02.2018

El reglamento mediante el cual el Minsal busca regular la aplicación de la ley de aborto es una excelente ejemplo del modo en que cierta izquierda concibe la relación entre el Estado y la sociedad. Al impedir que centros de salud que tengan convenios con el Estado en atención ginecológica puedan acogerse a la objeción de conciencia se busca, en definitiva, imponer un horizonte unívoco en un tema muy sensible. La lógica que subyace al instructivo es bastante simple: aquellas instituciones que osen apartarse de los dictados estatales deben ser relegadas –del modo más nítido posible– al ámbito de lo privado. La máxima implícita parece ser: si usted, como institución, quiere objetar, pues bien, hágalo; ya que el TC no dejó otra opción, pero de aquí en adelante será considerado como un privado incapaz de realizar la menor contribución al bien público. Dicho de otro modo: o las instituciones aceptan la uniformidad estatal (y se comportan como si fueran propiedad fiscal), o quedan fuera de la vida pública. Es, en el fondo, un intento oblicuo de expropiación.

De este modo, se va consolidando la curiosa propensión del aparato público –tan bien percibida por Bertrand de Jouvenel– por suplantar a la sociedad en lugar de gobernarla. Desde luego, el Estado debe proveer de unidad al cuerpo político, pero esa tarea debe ser equilibrada con la aceptación de la pluralidad. En el caso de los centros médicos, es evidente que debe exigirse un estándar irreprochable, pero nada de eso está en cuestión. Así, no es fácil comprender qué busca el gobierno con esta normativa, pues el único resultado parece ser una crispación innecesaria, además de poner en riesgo la atención de salud en sectores populares. Si la UC realiza una innegable contribución a la salud pública, ¿por qué poner a dicha comunidad en una disyuntiva imposible, utilizando un recurso de legalidad dudosa? ¿Es tan difícil aceptar que ser contrario al aborto es una posición que merece respeto, aunque no se comparta? ¿Por qué coartar de este modo la libertad y la identidad de las instituciones que constituyen y enriquecen el tejido social?

En rigor, el reglamento revela una tendencia presente en las sociedades contemporáneas: a pesar de todas las gárgaras, somos cada vez menos tolerantes con la discrepancia. El escándalo se ha convertido en el estado natural de la opinión contemporánea, porque nos cuesta siquiera concebir la legitimidad del desacuerdo. Por lo mismo, y dado que el derecho al aborto se ha convertido para muchos en una evidencia, no cabe sino cercar a quienes piensan –y buscan actuar– de modo distinto. Así, el discurso de la diversidad abre paso a una creciente uniformidad (este es el motivo por el cual nuestras discusiones son cada vez más claustrofóbicas). Como fuere, lo más sorprendente no es tanto que la izquierda conecte con sus viejos fantasmas, sino que frente a ellos la derecha permanezca más bien silenciosa, como si no comprendiera la profundidad del problema. Entre tanto facilismo intelectual, dan ganas de preguntarse dónde diablos están los auténticos liberales cuando se les necesita. Pero seguro que es mucho pedir.

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