Columna publicada el 20.03.18 en El Líbero

La sorprendente decisión de la Universidad de Concepción de cancelar una charla de José Antonio Kast no debiese ser pasada por alto. Un hecho de este tipo es simbólicamente importante.

Dos son los argumentos de la universidad: que el arriendo del espacio no se conformó con los procedimientos y que ella prohíbe su uso para fines políticos.

Pero aquí ya entramos en un terreno pantanoso: ¿Qué constituye un “fin político”? ¿Qué hace la Confech en las salas de la UdeC? Y, más aún, ¿dónde está la línea de división entre eso y una discusión (“académica”) sobre filosofía política? El propio Kast explicó que su acto no era estrictamente partisano (no tiene partido político, no es candidato, no está juntando firmas), sino una conversación sobre “servicio público”. Y aunque por supuesto es razonable que las universidades eviten instancias de instrumentalización, todas aquellas que se jactan de tener un “rol público” promocionan la relevancia de la vocación pública.

Con razón, Kast ha acusado censura. Incluso ha sido apoyado por ex alumnos de izquierda, como Sebatián Depolo. Pero, en realidad, la decisión de la Universidad de Concepción no es tan sorprendente. Ella da cuenta del espíritu dominante en ciertas elites occidentales que se ha instalado, también, en nuestro país. Es el espíritu de los liberales autodenominados “progresistas” que, en nombre de la tolerancia, el respeto y la diversidad, han convertido en enemigos a quienes no apoyan sus causas.

¿Enemigos? Sí. Porque estos liberales trivializan la política. Adversario sería un término político, pero no es así como ellos tratan a gente como Kast (aunque con notables excepciones, como la de Cristóbal Bellolio y otros que piensan radicalmente diferente a Kast). Ellos niegan el conflicto político, se resisten a tomárselo en serio. Piensan que las posiciones adoptadas por cualquier crítico se deben, en último término, a imbecilidad, falta de educación o inmoralidad. El facho pobre (o, según el último elegante epíteto de Jorge Baradit, “los inquilinos”), el loquito, que mejor se vaya a un siquiátrico (no olvidemos a Alejandro Guillier).

“KKKast”, el cartucho, el reprimido sexual. La lista es larga. Son los que están del lado correcto de la historia y que, por lo mismo, no les calza en sus cabezas lo que está pasando. No pueden creer que hayan ganado Piñera o el Brexit –para qué decir Trump–, o que Le Pen haya pasado a segunda vuelta, etc. Los anteriores son casos muy diversos entre sí, pero tienen el común denominador de guardar distancia con (o derechamente ser contrarios a) este progresismo. Ese estado de perplejidad se debe, en buena parte, a que se han vuelto ciegos ante el hecho —que es una realidad, no un mito— de que el liberalismo que ellos predican es una cosmovisión entre otras, de que la globalización tiene tensiones, y de que hay opciones de vida no cosmopolitas.

El nivel de ceguera, y la convicción de que esta particular forma de liberalismo triunfó, han incubado lo que hoy se conoce como generación snowflake: educados y frágiles jóvenes del Primer Mundo que se ofenden ante cualquier pregunta incómoda (el término es “micro agresiones”), peor todavía si cuestiona los límites de su soberanía individual (“tengo derecho a ser lo que quiera; vive y deja vivir”). Universitarios que necesitan “espacios seguros” en los lugares que, como civilización, hemos conquistado precisamente para discutir ideas y cuestionar las respuestas a las grandes preguntas. Los mismos a quienes dieron días libres luego del triunfo de Trump para sobrellevar sus penas con tranquilidad (no lo digo despectivamente: eran lágrimas).

Lo que ha hecho la Universidad de Concepción es grave y no sólo porque es una universidad. Sería muy dañino para nuestra esfera pública que nos acostumbremos a que se cancelen charlas, se revoquen invitaciones a expositores, se despida a profesores o se les haga imposible progresar en sus carreras. ¿Queremos universidades con libertad académica débil? ¿Queremos polarizarnos tanto como Estados Unidos? ¿Es ése nuestro norte?

Ante estos actos, el escándalo es la primera reacción prudente. Luego, con calma, elaborar el argumento y explicar la razonabilidad del diálogo y de lo que significa tomarse en serio la vida en común. Una actitud como ésta, con una buena cuota de humor (algo que en esta forma de progresismo se echa de menos), es auténticamente republicana, le sube el nivel a la política y dignifica el conflicto.