Columna publicada el 27.03.18 en El Líbero

El populismo es una categoría que ha tomado fuerza entre quienes intentan entender el momento político actual, tanto en Chile como a nivel global. Y, se podría decir, se ha sumado al listado de las tensiones que ha traído la modernidad, que incluye, entre otras, la globalización y Estado nación, triunfo cultural del mercado y desigualdad, así como la revolución tecnológica y de los medios de comunicación digital.

Pero, aparte de esto, no hay mucha claridad sobre lo que constituye el fenómeno del populismo. Una forma bastante común es una especie de equiparación con la demagogia: es populista quien promete cosas que no puede cumplir. Sin embargo, esto no nos da mucha información sobre su diferencia específica. Una forma más acotada y acertada es entender al populista como quien prescinde de la mediación de las instituciones políticas (el Congreso, los partidos, etc.), o pasar del político como mediador al caudillo. Según esta idea, el populista sería el que se rebela ante la manera en que históricamente hemos canalizado la representación política. Es el que pretende gobernar saltándose a los partidos políticos, el que viene desde afuera. Es el político no político.

Alejandro Guillier es un buen ejemplo: a pesar de ser senador y candidato presidencial, se resistía a considerarse un político. Y esta noción tiene consecuencias. De acuerdo a ella, por ejemplo, quedan fuera países como Venezuela, Bolivia o la Argentina kirchnerista, pues ahí hay políticos de carrera. Así, por sorprendente que parezca, políticos tan diferentes como Alejandro Guillier o Donald Trump tienen más en común de lo que creeríamos.

Podría parecer que nada de esta forma de proceder es, en principio, negativo. No es necesariamente una manera de deteriorar la comunidad política (su cohesión, lo que hace sentido estar en ella). No me refiero tampoco a lo que estos políticos piensan, si son de (¿extrema?) izquierda o de derecha, sino sólo a cómo proceden para alcanzar el poder.  Es posible, en efecto, que nuestras sociedades se hayan desarrollado en una dirección tal que el aglutinador de nuestra comunidad pueda venir desde fuera. Es decir, que ya no nos haga sentido la forma en que históricamente nos hemos organizado y que, por lo tanto, busquemos algo diferente, algo nuevo. Pero llegar a esta conclusión requiere de muchos pasos previos. Y aunque parece ser una tendencia creciente, enfrenta una seria resistencia.

Esa resistencia, además, se encuentra en un cierto estado de desconcierto y estupefacción, con poca capacidad de reacción. Esto no nos debiese sorprender. El avance de la modernización ha sido de una velocidad tal que es muy difícil mantener su ritmo. Por esto, es importante dedicarle un buen espacio de reflexión, un tiempo pausado, quizás largo. Y, en particular, a la idea de representación que, bajo esta noción más acotada de populismo, es la más cuestionada: ¿qué significa representar? ¿Qué sentido tiene organizarnos? La pregunta por la representación es, en el fondo, la pregunta por la agencia (la capacidad de actuar y decidir) ejercida en común.

Este tipo de preguntas tan importantes, cuyas respuestas solemos dar por sentadas, constituye, en palabras de Eric Voegelin, el problema central de una teoría de la política que quiera dar cuenta de la experiencia histórica del hombre en sociedad. El lanzamiento de nuevos libros, en este sentido, es una buena noticia. Hay dos ejemplos que vale la pena tener a la vista. El primero es el Oxford Handbook of Populism, presentado en la Universidad Diego Portales la semana pasada. El segundo es el nuevo volumen de la editorial del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES) Imaginar la República. Reflexiones en torno a El federalista, que será presentado el próximo jueves 5 de abril por Gabriel Boric y José Francisco García. Este libro colectivo reúne a distintos pensadores chilenos en torno a uno de los textos más relevantes para el pensamiento político que, a pesar de haber sido escrito hace más de 200 años, resulta sorprendentemente vigente. Esta es precisamente la cualidad que hace de El federalista un clásico. En él se despliega una seria reflexión y propuestas institucionales concretas sobre cómo articular políticamente a una comunidad y ejercer el poder de modo que la autoridad sea efectivamente autoritativa y representativa. Ahí, la función mediadora del político es clave y, por lo tanto, opuesta al populismo. Ambos textos pueden ser un buen lugar para empezar esta necesaria reflexión.