Columna publicada el 23.03.18 en Qué Pasa

¿Cómo saber si necesitamos una nueva Constitución? ¿Cómo evaluar la que tenemos y las propuestas para modificarla o reemplazarla? ¿Para qué, después de todo, sirven las constituciones? Nada de esto fue puesto seriamente sobre la mesa del debate público por parte de los principales promotores de una nueva Constitución, que parecían obsesionados con los procedimientos más que con los contenidos (o que confiaban en que, al final, los contenidos los pondrían ellos). Y, siendo justos, tampoco ha formado parte central de los argumentos de quienes defienden el texto vigente. Por eso los cabildos ciudadanos se volvieron insustanciales: no se podía esperar que si todo el debate público había sido sobre formas, estas asambleas discurrieran sobre asuntos de fondo. De ahí su reducción a listas de principios y derechos, además de la alegría de algunas personas que extrañaban espacios para conversar sobre política (lo que no es raro, dado el aislamiento desconfiado de muchos chilenos). La guinda de esta desordenada torta la puso la propuesta constitucional de la ex presidenta Michelle Bachelet, tan intempestiva como estéril.

No hay, entonces, un verdadero debate público sobre los contenidos de la Constitución. A nuestra discusión le faltan patines. Y la reductio ad Pinochetum ya poco aporta. Tampoco es claro que la “crisis de legitimidad” que algunos ponen por delante en sus argumentos pudiera superarse con un nuevo texto constitucional. Las leyes no hacen milagros, y los Estados nacionales ya hace rato fueron despojados del sagrado halo del poder soberano. La soberanía, guste o no, hoy parece reubicada a nivel de los sujetos, y los Estados se encuentran, en todo Occidente, reducidos a plataformas de servicios evaluadas a la TripAdvisor por sus contribuyentes. Esta situación desespera a soberanistas nacionales de todos los partidos, que lamentan la “neutralización” de la voluntad soberana, y quizás esa desesperación los lleva a creer que un cambio constitucional podrá resacralizar el Estado. Parte de un debate de fondo sobre la Constitución tendría que ser sobre aquello que un texto constitucional es, en realidad, capaz de hacer en nuestro actual contexto.

¿Pero puede articularse tal debate de fondo? Algunos pensarán que basta con repartir manuales de derecho constitucional. Pero eso es no conocer la aridez de esos manuales. Lo ideal sería tener a mano los textos de algún debate público sobre el asunto constitucional, donde las preguntas fundamentales fueran planteadas de manera aterrizada y sencilla, y sus respuestas ensayadas de igual modo. No para copiar las respuestas, sino para empaparnos de formas de razonar adecuadas a estos temas. Mejor aún si es que tal discusión, además, hubiera rendido buenos frutos a la comunidad que la llevó adelante.

La buena noticia es que esos textos existen, están reunidos en un tomo, y sólo requiere un pequeño esfuerzo sumergirse en ellos. El nombre del libro que los reúne es El Federalista y está compuesto por 85 artículos de diario aparecidos en el estado de Nueva York entre 1787 y 1788 bajo el pseudónimo de Publius, y recopilados en dos volúmenes hace exactamente 230 años. En ellos, James Madison, Alexander Hamilton (sí, el del musical de Broadway) y John Jay, que son los autores detrás de Publius, defienden la propuesta constitucional que debía ser ratificada por los estados norteamericanos, y que terminó por convertirse en su actual Constitución, la más antigua (codificada) todavía vigente.

El Federalista es una guía de razonamiento constitucional. Un texto que nos enseña a pensar los problemas constitucionales, y que luego propone soluciones, con las que bien podemos discrepar. Es su modo de razonar lo que lo vuelve un clásico. Y, lejos de ser un texto para abogados, se trata de artículos de lectura más bien amigable.

En vista de estas ventajas, y seguros de que el debate constitucional seguirá durante los próximos años, en el Instituto de Estudios de la Sociedad (IES) decidimos preparar una nueva traducción del libro, la primera en castellano desde su edición definitiva de 1818. Y también un volumen introductorio independiente, titulado Imaginar la República, donde se explora la vigencia de El Federalista en el contexto chileno actual.

Algunos podrán decir que “el momento de la reflexión ya pasó”, pero más bien parece no haber comenzado. Así como en educación el “por qué” y el “para qué” siguen a la sombra del “cómo”, tal como Arturo Fontaine y Sergio Urzúa evidencian en su reciente libro Educación con patines, nuestro debate constitucional, hasta ahora, oscila entre una discusión procedimental y el fetichismo pinochético, sin entrar a debates sustanciales, para los que hasta ahora no tenemos un lenguaje común ni una brújula. Y son justamente estos dos elementos los que, traducidos al chileno, vienen a ofrecernos estas sabias voces del pasado.