Columna publicada en The Clinic, 20.02.2018

Desde que comenzó a tramitarse el proyecto de aborto, varios de sus detractores advertimos una profunda inconsistencia entre las crudas implicancias de su eventual aprobación y las cándidas intenciones declaradas por el gobierno. Dicha inconsistencia asomaba en el título mismo del proyecto: “despenalización”. La iniciativa, se decía, no pretendía legalizar el aborto, sino tan sólo renunciar a la persecución criminal de aquellas mujeres que terminan por abortar en una situación de desesperación o abandono.

Pero jamás se trató de una simple despenalización.

Si así hubiera sido, el foco habría estado en el ámbito penal. La pregunta relevante habría sido cómo, sin dejar de castigar el aborto en general, evitar la cárcel para aquellas mujeres que efectivamente abortan en contextos de fuerza irresistible, miedo insuperable u otra causal similar. Y la respuesta a esa pregunta no era demasiado difícil: nuestra legislación ya contaba con las herramientas que permitían ese resultado –de ahí que al momento de tramitar el proyecto no existieran mujeres condenadas por aborto–, no obstante ello podía asegurarse con mayor certeza. Bastaba añadir una eximente ad hoc de responsabilidad penal u otro mecanismo legal semejante.

Pero nunca se trató de eso. De lo que se trataba era de garantizar como prestación médica exigible ciertos supuestos de aborto. Es decir, éste no sólo se legalizaba, sino que además se legitimaba por ley, estableciendo un derecho a abortar en esos casos. Y esto se buscaba con tal intensidad que originalmente la objeción de conciencia se limitaba hasta el punto de discriminar dentro del personal médico (médicos sí y arsenaleros no, ¿por qué?), y de desconocer algo tan básico como la legítima autonomía de los centros de salud contrarios a las prácticas abortivas.

La actual polémica entre el Ministerio de Salud y la Universidad Católica no es más que el previsible corolario de todo lo anterior. Michelle Bachelet y su gabinete insisten en sus propósitos iniciales, sólo que ahora por vía reglamentaria. Su insistencia denota una indiferencia algo burda ante la legislación vigente, pero nada nuevo bajo el sol: la manera oblicua de plantear sus objetivos nunca fue muy respetuosa de la deliberación democrática.

Con todo, hay lecciones que sacar de la actitud del gobierno. Por de pronto, la conciencia de la estrecha relación entre leyes, cultura y sociedad –la ley también influye en la cultura, no es una mera receptora de ésta-, y la perseverancia a la hora de conseguir objetivos políticos prioritarios. El arrinconamiento que hoy viven instituciones como la UC debe combatirse con una visión de largo plazo, que supone tal tipo de conciencia y perseverancia. Sin duda el asunto va más allá de la legislación –hay que indagar en las condiciones culturales que favorecieron la aprobación del aborto–, pero siempre con miras a promover la sacralidad de la vida humana inocente. Y por tanto, siempre con miras a modificar una ley que dista de ser una simple despenalización.

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