Columna publicada en Qué Pasa, 09.02.2018

Pocas cosas están más de capa caída que el conservadurismo católico chileno. Da la impresión de reducirse a un grupo de personas más bien mayores cuya principal dedicación en la vida es colgarse de un arco legislativo a tratar de que el progresismo no les pase más goles. El partido lo van perdiendo igual, pero su estrategia es inmutable: resistir y atajar. Jamás tomar la iniciativa, sino simplemente reaccionar. Cerrar los ojos y aguantar, atrapados en una lógica tan legalista como testimonial.

Sin embargo, hay una estrategia detrás. Se parte de la base de una derrota cultural respecto a la que poco puede hacerse, y se ponen las fichas en una resistencia legislativa que se extienda hasta que el clima de opinión cambie. Buscan resguardar las formas de ciertas instituciones que hoy parecen carecer de sentido, para que sigan vigentes en el momento en que el progresismo liberal entre en decadencia.

Esta estrategia, por supuesto, carece de todo sentido desde una perspectiva progresista (de “avances irreversibles”). Pero desde el punto de vista del conservadurismo, que es mucho más realista en lo que toca a los vaivenes de la experiencia humana, su lógica es perfectamente plausible.

Pero plausible no significa correcta. El atrincheramiento en las formas legales para mantener “vivas” instituciones que cada día les hacen sentido a menos personas sin duda puede también ser cuestionado desde una perspectiva conservadora. Y es que la “vida” que esas instituciones conservan, una vez que sólo las sostiene la ley, es parecida a la de los zombis. Esto se ve reflejado en el hecho de que cada vez que la defensa legal conservadora es sobrepasada, el tema nunca más vuelve a tocarse. Simplemente se pasa al siguiente tema en la agenda. Y así.

Por lo demás, esta práctica pasa por alto preguntas que deberían ser fundamentales. Es muy distinto creer que existen normas naturales a considerar que siempre deben imponerse a través del aparato represivo del Estado. La violación de estas normas naturales debería, en teoría, ser manifiestamente errónea y dañina. Y es razonable pensar que, en algunos casos, las comunidades deberían aprender la lección por ensayo y error, en vez de ser sometidas a un “no” policial. Un buen pastor normalmente no guía su rebaño a patadas.

El legalismo, entonces, parece tener efectos paralizantes y mediocrizantes. El conservadurismo siempre ha considerado que las instituciones son de una importancia política central, pero rara vez ha reducido su comprensión a términos puramente legales. De ahí su crítica al constructivismo social: el Estado no puede pretender diseñar la sociedad dictando normas desde arriba hacia abajo, porque no es así que las sociedades funcionan.

¿De dónde proviene este legalismo? Es probablemente el resabio de una época en que la Iglesia Católica gozaba de una posición más cómoda. Cuando el sillón presidencial y el altar se encontraban en mucho más íntima comunión, dándoles la impresión a los dirigentes católicos de que la realidad social se podía hacer y deshacer desde las alturas de la ley, con el respaldo de la violencia estatal, y sin necesidad de operar en un plano espiritual y cultural.

Este privilegio hoy se ha desvanecido, pero el legalismo y la pobreza espiritual y cultural perduran. La diferencia es que si antes la Iglesia podía designar qué y quiénes resultaban sospechosos e inmorales, hoy son ellos los que están en el banquillo de los acusados. Y todo indica que deberán volver a aprender lo que significa vivir lejos del privilegio, lo cual es una gran oportunidad para el autoexamen.

Es cierto que la oleada progresista pasará. Es cierto que, de hecho, está pasando. Por eso su comportamiento es cada vez más agresivo y radical. Pero es muy poco inteligente pensar que dicho movimiento no porta verdad alguna, por un lado, y que un montón de leyes que sostienen a la fuerza formas de vida cuyo sentido se ha perdido resultan una propuesta alternativa a ese progresismo. Si los conservadores creen no tener nada que aprender, es altamente probable que tampoco tengan nada que proponer. El mero antiprogresismo no es más que el reflejo invertido del progresismo.

Para que el mundo conservador católico chileno no muera, resulta urgente que se autocomprenda principalmente como un movimiento de renovación espiritual y cultural en vez de como un equipo de litigación. Y que se aproxime de manera reflexiva y humilde a la realidad del país. Necesita guardar un poco de silencio, y recuperar el arte de observar y de escuchar. Necesita, como dijo alguna vez el Papa Francisco, “jugar para adelante”, y dejar de estar colgado del arco. Los conservadores católicos, al igual que la Iglesia Católica chilena, necesitan renovarse. Y esta renovación requiere más Pedro Morandé, cuyos libros recientemente editados merecen una cuidadosa atención, y menos apelaciones a la Corte Suprema. Más cardenal Newman y movimiento de Oxford, y menos cardenal Richelieu. Menos Inocencio III, en fin, y más Benedicto XVI.

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