Columna publicada en La Tercera, 21.01.2018

De algún modo, la visita a Chile de Francisco volvió a poner de manifiesto las profundas incomprensiones que subsisten entre la Iglesia y la sociedad. Esto se ve reflejado no solo en el caso Barros, sino que también en la expectativa general respecto de lo que podría haber provocado su visita. Si alguien esperaba, por ejemplo, una arenga política en el Parque O’Higgins, hubo de conformarse con una delicada reflexión sobre las bienaventuranzas. Si alguien esperaba discursos incendiarios sobre los pueblos originarios y la inmigración, hubo de resignarse a escuchar finos comentarios del Evangelio que se resistían al titular fácil.

Esto no es raro, pues el papel de la Iglesia no es ofrecer recetas ni intervenir directamente en la coyuntura, sino proporcionar un marco de sentido al ejercicio de nuestra libertad. Por lo mismo, los discursos y mensajes de Francisco resultan completamente incomprensibles desde una perspectiva demasiado política, pues el pontífice se mueve (necesariamente) en otro plano. Tampoco aciertan quienes buscan encajarlo en el eje progresistas/conservadores porque, al encarnar la unidad de la Iglesia, debe integrar los distintos carismas que conviven dentro de ella. Por lo mismo, si de verdad queremos entender aquello que Francisco nos quiso transmitir -más allá de que suscribamos o no el contenido- resulta imprescindible tomarse en serio el lugar desde donde habla, y la creencia que lo inspira.

Si Francisco defendió con tanta fuerza al obispo Barros -decidiendo pagar un altísimo costo- es porque cree que la defensa de un principio (en este caso, la presunción de inocencia) no puede verse afectada por el fragor de la tormenta. Desde luego, puede pensarse que hay allí un error de juicio, o que sus declaraciones fueron torpes. Sin embargo, no puede comprenderse su actitud sin tomar en cuenta que sus decisiones tienen como punto de referencia algo que excede la estrategia, y todas las críticas deberían partir por reconocer ese hecho.

Ahora bien, si el mundo debe hacer un esfuerzo por comprender a la Iglesia, ésta tiene un deber simétrico: sus enseñanzas no pueden transmitirse desde la verticalidad. Por de pronto, no es seguro que la Iglesia haya medido bien la herida que dejó el caso Karadima, cuyas esquirlas siguen produciendo efectos. Al mismo tiempo, la Iglesia no puede darse el lujo de la inconsistencia. Por mencionar un solo ejemplo, no se entiende que en los últimos días parte importante del clero haya expuesto todas sus divisiones mientras el Papa ponía tanto énfasis en la unidad (que fue el hilo conductor de todas sus intervenciones).

En rigor, lo más problemático es que la Iglesia chilena carece de discurso para responder las legítimas inquietudes que el mundo tiene respecto de ella. Quizás el principal mensaje que dejó el Papa pasa por la convicción de que no es posible orientar al mundo sin comprenderlo; y eso exige conocerlo, quererlo, e identificarse hasta cierto punto con él, a golpes de proximidad. Un desafío tan inmenso como estimulante para quienes formamos parte de la Iglesia.

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