Columna publicada en La Tercera, 03.12.2017

El 2011 se concluyó que existía una coordinación entre el sistema universitario y el sistema económico que afectaba a los estudiantes y sus familias. Ellos cargaban con todos los costos, deudas y riesgos, y la universidad percibía las ganancias con independencia de si la calidad de la educación era mala o el estudiante no encontraba trabajo. La solución, se pensó, era redistribuir los riesgos de tal modo que incentivaran la calidad.

Sin embargo, en vez de esto el movimiento estudiantil optó por exigir “gratuidad universal”. Es decir, coordinar la provisión de la educación universitaria a través del sistema político en vez del económico. Ello, se dijo, aseguraría calidad, además de corregir la desigualdad y la segregación social.

Esta solución, sin embargo, no funciona. Es difícil de justificar en el plano de la justicia, porque los que están en mejor posición para obtener títulos universitarios (que a su vez generan rentas) son los más privilegiados, que han recibido una mejor educación en todas las etapas formativas anteriores. Y si se quisiera combatir la desigualdad se debería invertir primero en esas etapas (un 80% de los chilenos sale hoy de la educación secundaria casi sin entender lo que lee), partiendo por la primera infancia. Eso, sin mencionar que la medida se financia con impuestos pagados, entre otros, por personas que no se beneficiarán ni siquiera indirectamente con ella. Es, entonces, una medida regresiva. Y tampoco disminuye la “segregación”: la aumenta en la medida en que a las universidades privadas de élite no les conviene sujetarse a ella.

Pero también falla en un plano técnico. Soluciona mal el problema de la distribución de riesgos: no genera incentivos para mejorar la calidad o la empleabilidad. Solo traspasa la deuda al Estado, que la limita fijando “aranceles de referencia normalmente por debajo del real”  que, a su vez, obligan a las universidades a ampliar indiscriminadamente sus matrículas (segmentándose hacia adentro), disminuir su calidad, concentrarse en el posgrado o elitizarse. Es decir, genera incentivos perversos.

Pero la gratuidad, aunque no funcione educacionalmente, funciona políticamente. El sistema político opera en base a votos, y ofrecerle a los estudiantes y sus familias gratuidad y condonación de deudas a cambio de sufragios es, en un escenario de voto voluntario, un gran negocio político en el corto plazo, aunque termine corrompiendo tanto al sistema político, al instalar una lógica clientelista, como al universitario, cuya calidad, integración y capacidad para reducir la desigualdad sólo disminuyen. La gratuidad universal es, en suma, un gran y costoso engaño, promovido por políticos que se aprovechan de las expectativas y la vulnerabilidad de la clase media.

Nada raro, entonces, que  la oferta de extender la gratuidad a la educación técnica, viendo lo que pasa en la universitaria, haya sido rechazada por sus actores. Los vicios de la coordinación del sistema de educación superior a través del sistema político pueden ser peores que los del sistema económico.

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