Columna publicada en El Líbero, 05.12.2017

La noche del domingo comenzó la franja de la segunda vuelta presidencial, que promete ser disputada voto a voto. Independiente de las diferencias ideológicas y programáticas de las dos candidaturas, los cinco minutos ocupados por cada una muestran un elemento común: la necesidad de convocar a todos esos votantes de quienes las encuestas fueron incapaces de predecir dónde depositarían su confianza para los próximos cuatro años de gobierno. Así, mientras Sebastián Piñera asegura haber “escuchado a los chilenos”, Alejandro Guillier apela a un “Chile más justo”; ambos buscando convencer a los millones de electores que aún no encuentran motivación para salir de sus casas a sufragar. Esa fue, de hecho, la única cifra en que las cuestionadas encuestas no erraron sus pronósticos: la elevada tasa de abstención.

Más allá de la eficacia que puedan tener estos mensajes sobre la población, es valioso constatar que los candidatos y sus equipos acusaron recibo de que nadie tiene la carrera ganada, y de que las proyecciones no pueden sustentarse únicamente en estadísticas que son siempre parciales. No por ideología o conflicto de intereses ⎼que sin duda pueden operar⎼, sino porque son sólo instrumentos que muestran parcelas limitadas de la realidad.

Ahora bien, los inesperados resultados de la primera vuelta presidencial no fueron solamente un llamado de atención para la clase política, ni, por cierto, para las empresas encuestadoras. También lo fueron para todos los que participan en el debate público, y particularmente para los analistas y líderes de opinión con presencia permanente en los medios, los que sin embargo no parecen haberse hecho cargo de este punto ciego.

La agitada discusión que precedió a la elección del 19 de noviembre estuvo fuertemente concentrada en los datos recopilados por algunas de las encuestas más influyentes de nuestro país, asumiendo su representatividad casi como si fueran un reflejo fiel y exacto de la realidad. Esto es problemático, porque además de dejar de lado la revisión crítica del diseño que subyace a toda encuesta y que casi nunca se considera, se tiende a caer en una suerte de determinismo que olvida que esos instrumentos no agotan la multiplicidad de causas y motivaciones que están detrás de cada potencial votante. Esa dimensión impredecible es lo que las ciencias sociales intentan incorporar en todo estudio ⎼aunque no siempre exitosamente⎼ con el concepto de contingencia, que de alguna manera resume el esfuerzo por no dejar nunca de considerar la posibilidad de la sorpresa en los fenómenos sociales.

Es de esperar, entonces, que estas dos semanas de intensa campaña estén acompañadas de un análisis por parte de los observadores al menos tan sofisticado como el que exigimos, correctamente, a los candidatos presidenciales. Un análisis intelectual que no esté exclusivamente concentrado ⎼por no decir obsesionado⎼ con predecir resultados y anticipar comportamientos, como en recordar, a cada momento, que la realidad es infinitamente más compleja que los instrumentos con los que intentamos captarla.

Contar con una reflexión así por parte de los intelectuales y expertos que lideran nuestro debate público es fundamental, pues son ellos los que tienen la libertad, a diferencia de los políticos, de mirar y explicar los procesos que atraviesan al país sin temor de las consecuencias prácticas que de ello se deriven, asegurando de este modo que la ciudadanía y la misma clase política dispongan de una interpretación fina para cuando pareciera que se imponen el silencio y la incertidumbre.

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