Columna publicada en La Tercera, 12.11.2017

A pesar de que se trata de una elección que puede marcar nuestra historia, la presidencial del próximo domingo casi no tiene incertidumbre. Si queremos buscar analogías en el pasado reciente, este momento solo es comparable a diciembre de 1993, cuando Frei Ruiz-Tagle fue elegido sin una gota de épica, como si estuviera recibiendo aquello que le correspondía por linaje. Todas las otras disputas por la primera magistratura habían tenido un aroma, o una ansiedad, que brillan por su ausencia. Esto se debe en parte al fracaso estrepitoso de la Nueva Mayoría (cuatro años contra veinte de la Concertación: el legado no es muy estimulante); y, asimismo, al correcto despliegue de la oposición que, sin deslumbrar, logró ordenarse.

Ahora bien, esta elección también será recordada por ser la enésima ocasión frustrada de la esperada renovación política. Mal que mal, Sebastián Piñera lleva casi 30 años mirando obsesivamente hacia La Moneda. Y aunque Alejandro Guillier no viene de la política, es difícil negar que el recurso a la figura mediática es más signo de esterilidad que de renovación (y allí reside el imperdonable error cometido por el oficialismo). Por lo demás, su tono cansino, su estampa fatigada y el modo en que ha arrastrado (no hay otra palabra) su campaña hablan de un candidato que carece de conexión efectiva con la realidad.

¿Por qué la renovación política ha sido tan difícil? ¿Por qué la primera línea sigue dominada por aquellos que nacieron en torno a 1950, y que tenían al menos veinte años en 1973? El mismo Frei decía, hace ocho años, que quería ser puente con las nuevas generaciones. ¿Dónde quedó ese proyecto? La respuesta fácil a estas preguntas es que la vieja generación no deja espacio para el recambio, sabiendo que sus vidas tienen un agujero político de 17 años. Supongo que hay algo de verdad en esa afirmación, pero ella también pierde de vista un aspecto decisivo.

En rigor, los desafiantes no han estado a la altura de las circunstancias. Algunos de ellos ya no son tan jóvenes, pero siguen instalados (sobre todo en la izquierda) en cierta actitud adolescente, que funciona muy bien en el registro de la ironía crítica y del humor, pero que funciona menos a la hora de proponer y construir.

Incluso Marco -por lejos el más talentoso del lote- se escucha desajustado. Su insolencia solo tiene por objeto alimentar su ego monumental, pero nada de eso sirve para gobernar. En otros, hay pura pasividad, como si estuvieran corroídos por el síndrome del Príncipe Carlos; y, en la derecha, subsiste una reverencia difícil de comprender (en el debate de las primarias, Felipe Kast partió tuteando a Sebastián Piñera, para terminar diciéndole usted).

En definitiva, hay una generación que se resiste a morir (muy vieja para comprender al país, pero cuya envergadura intimida a los más jóvenes), y otra que se resiste a nacer (muy adolescente para gobernar, pero ya muy vieja para encarnar el recambio). Nada bueno puede salir de allí.

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