Columna publicada en El Líbero, 14.11.2017

Lo que el programa (de Piñera) plantea es el inicio en serio de lo que puede ser el Estado de bienestar chileno”. La afirmación de Mauricio Rojas generó un debate que probablemente se prolongará si Sebastián Piñera vuelve a La Moneda. Desde luego, la pregunta es pertinente: ¿Tiene sentido que los sectores de centro y de derecha promuevan esa clase de Estado?

La respuesta exige un breve rodeo.

El “Estado de bienestar” ha adquirido variadas modalidades (Francia, España, Italia, Noruega, Suecia y otros), con importantes diferencias entre sí y a lo largo del tiempo, pero en general se trata de una reformulación de los ideales socialistas. Y pese a que presenta obvias diferencias con los “socialismos reales” o de viejo cuño, igualmente favorece un particular tipo de intervención estatal, que no fortalece —y muchas veces suplanta— la vitalidad de la sociedad civil. Esto parece difícil de compatibilizar con los ideales de la actual oposición.

El problema no es sólo de eficiencia (aunque esta dimensión no debe ser menospreciada), sino sobre todo de índole político-moral, y consiste en lo que podríamos llamar la antropología de la subsidiariedad: el propósito de que los ciudadanos sean protagonistas de su propio destino. Ese protagonismo exige una participación activa, no meramente pasiva, en un sinfín de comunidades de la más diversa índole. De ahí que incluso autores como Jürgen Habermas observen con cautela los efectos generados por las intervenciones excesivas e invasivas del Estado (v.gr.: Facticidad y validez).

Pero Mauricio Rojas no propone un Estado de esa especie. Sus declaraciones iniciales en El Mercurio quizás no fueron las más afortunadas, pero basta leer sus textos —hay varios disponibles— para advertir, como él mismo precisara después, que apunta hacia un Estado solidario del bienestar, que distingue con claridad del Estado minimalista (mínimo) y maximalista (benefactor) del bienestar. Tal enfoque subraya la cooperación público-privada y la mejora gradual y progresiva, pero decidida, de la calidad de vida de toda la población. Si se quiere, lo que Rojas sugiere es una variante renovada del denominado “Estado social”, que nace en el contexto europeo de posguerra no inspirado en anhelos igualitaristas, sino orientado a garantizar en la mayor medida posible, y con un fuerte aporte de la sociedad civil, las necesidades humanas básicas, como alimentación, salud o vivienda. Se trata de un diseño que busca tomarse en serio los principios de subsidiariedad y solidaridad y, por ende, que pugna tanto con la planificación central como con el laissez-faire.

Se trata, a fin de cuentas, de atender a las condiciones sociales y políticas del Chile actual. Los consensos de la transición se encuentran en franca agonía. La modernización capitalista ha traído no sólo beneficios, sino también tensiones y precariedades que urge enfrentar. La pobreza medida en términos multidimensionales alcanza a tres o cuatro de cada 10 chilenos. La situación de la clase media vulnerable ha sido calificada, no sin razón, como una “nueva cuestión social”. La focalización de los recursos públicos, en consecuencia, requiere no ser abandonada, pero sí repensada. Y todo esto exige una actitud propositiva y reformista, abierta a responder a los desafíos y dilemas del país en que vivimos hoy.

No es seguro que existan el liderazgo y las condiciones políticas para llevar adelante este ambicioso plan de reorientación del Estado, que en algunas materias exige más presencia suya, en varias otras menos, y en cualquier caso fortalecerlo y optimizarlo. Pero plantear este horizonte, más allá de la discutible terminología utilizada por Rojas, parece una muy buena señal.

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