Columna publicada en La Tercera 26.10.2017

Las encuestas no sólo miden los datos del escenario, sino que también inciden en la realidad que buscan describir. En la entrega realizada ayer por el CEP, todos los factores parecen converger en un triunfo más o menos claro de Sebastián Piñera. Más allá de cuán simpático o antipático nos parezca, más allá de la agresividad que se ha desplegado en su contra, el hombre ha logrado instalarse en una posición privilegiada, extraña en nuestra historia para alguien de derecha. Hasta ahora, el candidato ha usado ese privilegio para acomodarse en una situación de confort, y sólo parece esperar que los debates y las semanas pasen lo más rápido posible. Mientras menos se mueva el tablero, tanto mejor. En cualquier caso, uno puede preguntarse a estas alturas si no hay espacio para arriesgar algo más y jugar un partido menos defensivo, pues las consignas y las frases hechas no son demasiado útiles a la hora de gobernar (y nadie lo sabe mejor que el propio Piñera). Como fuere, la decisión ya parece tomada: un, dos, tres, momia es.

La segunda tendencia guarda relación con el descalabro de la izquierda, que es también el del gobierno. Esta administración nació con la ambición demiúrgica de refundar nuestro país, cambiando radicalmente el rumbo de nuestra modernización usando el aparato estatal. Pues bien, ese propósito ha fracasado de modo rotundo, y de algún modo ese fracaso estaba inscrito en la propia configuración de la Nueva Mayoría. La izquierda chilena está profundamente dividida entre aquellos que creen que el modelo debe ser conservado con correcciones, y aquellos que creen que es intrínsecamente perverso. La coalición oficialista surge de un grosero malentendido, según el cual ambas vertientes podrían articularse y fortalecerse mutuamente. No hay peor ciego que quien no quiere ver, sobre todo cuando Michelle Bachelet marca alto en las encuestas y vive en Nueva York. Pero llegó la hora de pagar la cuenta, y barata no será: tenemos por un lado a Carolina Goic que intenta representar sin mayor convicción a una Concertación que se suicidó hace cinco años (y que busca resucitar sin la menor autocrítica); por otro lado, el Frente Amplio encarna sin pudores el maximalismo y el infantilismo revolucionario, y en medio está Alejandro Guillier, quien ignora olímpicamente todas y cada una de estas disyuntivas.

La tercera tendencia consiste en ese extraño desajuste que existe entre el poder mediático y la fuerza efectiva del Frente Amplio. Sus dirigentes están rodeados de cámaras, tienen rostros atractivos, fueron a buscar una candidata a los medios, tienen amplia cobertura y, sin embargo, están muy lejos de cumplir las expectativas que ellos mismos se autoasignan (hoy están más cerca de Marco que de Guillier). Dicho de otro modo: no hay nada más elitista en Chile que el Frente Amplio. Así las cosas, las elecciones serán, sin duda, un bálsamo (o un vinagre) de realidad para todos los sectores políticos.

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