Columna publicada en El Líbero, 31.10.2017

Octubre coronó un año de celebraciones del aniversario de nacimiento de Violeta Parra. Las fiestas, inauguradas por la Presidenta en octubre del año pasado y encabezadas por el museo que lleva el nombre de la artista, han sido ocasión para poner en valor su enorme producción, que abarca desde arpilleras y cántaros, hasta canciones y poemas. Los homenajes no han sido exclusivos del mundo erudito y académico: además del Teatro Colón de Buenos Aires y de la Orquesta Sinfónica nacional, que dedicaron fines de semana a tocar algunos de los temas más famosos de Parra, los niños de las escuelas del país bailaron para el 18 al ritmo de su guitarra y la saludaron en todas las regiones en el día de su cumpleaños.

Este movimiento de recuperación y difusión de su trabajo se ha expresado también en una importante producción editorial dedicada a Violeta Parra durante este año. Mientras la editorial de la Universidad de Valparaíso publicó sus versos por primera vez como una obra poética sistemática, tres investigadoras dieron a conocer su intenso recorrido por el territorio mapuche, experiencia que habría impactado de manera significativa en su música. Se suma a estos estudios una completa biografía realizada por Víctor Herrero, que entrega nuevas luces sobre la misteriosa y corta, pero tan prolífica vida, de esta destacada artista chilena. Uno de los aportes más valiosos de este conjunto de libros ha sido su capacidad para describir la riqueza y complejidad de la obra de Violeta Parra, que va mucho más allá de su producción artística individual. Entre otras cosas, ayudan a entender mejor la pregunta que subyace a este año de celebraciones: ¿qué nos enseña Violeta Parra, y qué sentido tiene recordarla?

Como afirma Herrero en Después de vivir un siglo, la urgencia que caracterizó tan fuertemente su forma de ser la llevó a desprenderse de casi todo lo que tenía para caminar a lo largo y ancho del país. Violeta Parra se transformó, de este modo, en una verdadera investigadora que conoció el Chile más profundo, descubriendo allí la riqueza de una tradición cultural que debía ser resguardada, pero sobre todo conocida. Su arte fue entonces expresión y comunicación de la experiencia del pueblo chileno, en especial del campesino, tan ausente en las lecturas de la historia política y social del país de mediados del siglo XX; tan silencioso y pasivo, tan bárbaro y tosco para la gran mayoría.

Así, mientras la clase política de la época acusaba el adormecimiento del mundo rural chileno ⎼para bien o para mal⎼, Violeta Parra llenaba sus cuadernos con décimas, dichos, cantos y ritos que daban cuenta, paradójicamente, de un mundo lleno de vida, a pesar de las profundas miserias que ella misma se encargó de denunciar. “Mis viejitos”, como llamaba a sus informantes residentes en campos perdidos del valle central, eran para la artista depósitos de sabiduría y fuentes de creatividad que ella tenía el deber de registrar. No recorrió Chile mostrando su arte, “llevando cultura” donde supuestamente no había llegado, sino que fue a esos lugares a recopilarla como un tesoro, a pedirla puerta a puerta. Violeta Parra entendió que su función como artista consistía en ponerse al servicio de un arte que existía con independencia de ella, pero que por medio suyo podía llegar a tantos otros.

La comprensión de su propio trabajo como un arte que debe hacerse partícipe de una tradición cultural no sólo mayor, sino anterior a ella, es probablemente uno de los aspectos más revolucionarios de la obra de Parra. No es tan sólo en la agudeza de su crítica política y social, sino en esa capacidad para reconocer en el pueblo chileno una cultura y una sabiduría que la elite política e intelectual tan pocas veces ha querido mirar. La agenda cultural de nuestro país se ha caracterizado por asumir que debe, antes que nada, ilustrar al pueblo, premisa vigente incluso hoy en las políticas de avanzada que buscan generar audiencias y ampliar el acceso de la población a la producción artística nacional. No es el objetivo acá cuestionar tales iniciativas, pero la celebración del aniversario de Violeta Parra puede ser ocasión para revisarlas, recordando que más que “crear” la cultura, las instituciones deben ir, como ella, a ponerse a su servicio.

Entrevistada en 1964 para la televisión suiza, se le preguntó al final del programa: “Violeta, usted es poeta, músico, borda tapicerías y pinta. Si tuviera que elegir uno de estos medios de expresión, ¿cuál escogería?”. Ella respondió: “Elegiría quedarme con la gente. Son ellos quienes me impulsan a hacer todas estas cosas”. Con una respuesta tan sencilla, pero esencial, recordó lo que sin embargo suele permanecer como punto ciego en nuestros debates: la fuente de la cultura no reside en los bienes, que efectivamente la difunden y la expresan, sino en la experiencia concreta de las personas comunes, cuyas historias Violeta se dedicó a registrar.

Hacer memoria de ese motor que inspiró su obra puede ayudar a que este año no sólo recordemos sus creaciones, sino también a que asumamos, aunque sea inicialmente, el desafío de continuar su trabajo.

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