Columna publicada en La Tercera, 29.10.2017

En su esfuerzo (tan loable como incierto) por inscribirse en alguna tradición histórica, Sebastián Piñera ha vuelto a reivindicar la figura de Patricio Aylwin aludiendo a la necesidad de una “segunda transición”. Desde luego, esto resulta plausible porque la Democracia Cristiana -al sumarse a la Nueva Mayoría- abandonó inexplicablemente ese legado. Como fuere, y más allá de la paradoja involucrada (Piñera apoyó a Büchi y fue senador de oposición), este discurso resulta muy revelador de los alcances y límites de aquello que a estas alturas bien cabe llamar “piñerismo”.

Lo primero que cabe notar es la constante nostalgia piñerista por la primera parte de los años ‘90, cuando los políticos bailaban alegres en la Teletón. Se trataría de una época dorada, marcada por los consensos y el progreso. Nuestros representantes gozaban de alta credibilidad y tenían legitimidad para articular acuerdos amplios, sin que nadie reclamara mucho. Desde luego, Patricio Aylwin encarna a la perfección ese momento de reencuentro entre los chilenos; y tan consciente era él de la relevancia de su figura, que nunca buscó su propia reelección.

En cualquier caso, la principal dificultad estriba en que la pax aylwiniana posee una singularidad difícilmente replicable. Por de pronto, habría que explicitar qué se entiende por “segunda transición” pues es imposible lanzar esa afirmación sin asumir los cambios profundos que ha vivido el país: la sociedad está fragmentada, se interesa poco en los asuntos públicos y ronda un malestar que nadie ha sabido asir del todo. Además, no existe ya el miedo a perder la democracia (que fue el factor ordenador de la transición). No está de más recordar que Aylwin tenía, a mediados de los ’80, un diagnóstico muy fino de cómo sacar al país del entuerto; y para lograrlo tuvo gestos que retratan su grandeza.

Pero, ¿qué diablos tiene que ver el piñerismo con todo esto? Es difícil identificar en las intervenciones públicas del expresidente algo equivalente a esa reflexión que Aylwin elaboró en los ’80. El patriarca falangista tenía una llave para su transición, pero nada indica que Piñera tenga la suya. Si queremos algo así como una segunda transición, lo mínimo sería especificar cómo podríamos recrear un entorno favorable a los (indispensables) consensos. Para eso, urge elaborar un diagnóstico de las frustraciones de nuestra modernización y de cómo ésta ha sido vivida por los distintos actores sociales; y luego construir una propuesta política a la altura de esos problemas.

En el prólogo a sus Discursos, Maquiavelo se lamenta amargamente del hecho siguiente: sus contemporáneos, dice, admiran mucho a los hombres de la antigüedad, pero son incapaces de imitarlos y realizar las mismas acciones. La mirada sobre el pasado, si no es creativa, paraliza la acción política: el Florentino sugiere que la nostalgia pura es veneno en política. Si el país decide darle a Sebastián Piñera una segunda oportunidad, lo menos que podemos pedirle es que no repita como comedia aquello que la primera vez fue, al menos para la derecha, una tragedia.

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