Columna publicada en El Líbero 26.09.2017

El llamado de José Antonio Kast a “despolitizar la política” da ciertas luces sobre un concepto equívoco. La “politización” es un término usado para describir las consecuencias negativas de la acción estatal, pero es obvio que peca de cierta ambigüedad. Hoy esta idea subsiste sólo en los sectores más tradicionales de la derecha –particularmente la UDI–, donde, sin ser persuasiva en absoluto fuera de su nicho electoral, se resiste sin embargo a morir.

Aunque fue enarbolada explícitamente por la derecha, sus efectos nunca se limitaron a ella. Tras el retorno a la democracia, también la izquierda aceptó –no en el discurso, pero sí en los hechos– que lo político era un estorbo a nuestras libertades, así como la autonomía de los cuerpos intermedios, pues suponía subordinar el ámbito de lo privado a decisiones colectivas. Lo político debía tratarse, en consecuencia, como una especie de residuo de la sociedad, acotado a lograr una distribución más o menos estable del poder, sin aspiraciones de deliberación sobre metas comunes. La culminación abrupta y violenta del ciclo de “politización” de los años 60 era un recordatorio de la incapacidad de la política para dirigir los procesos sociales. El ideario político que surgió tras eso fue afín a la expansión del bienestar y el consumo consecuencia del cambio económico, que reforzaba la autonomía individual frente a la dimensión colectiva de la vida.

El impacto de esta narrativa fue inmenso. Que el núcleo del debate político debían ser los “problemas de la gente” (Joaquín Lavín casi fue Presidente de Chile) y que los términos del debate colectivo debían limitarse a la búsqueda del equilibrio entre Estado y mercado (con un fuerte sesgo pro-mercado) se convirtieron en verdades casi autoevidentes. Cualquier otra alternativa había desaparecido junto con los socialismos reales. De algún modo, la predicción de Fukuyama –el “fin de la historia”– se había cumplido. Hasta que la historia, eventualmente, decidió retomar su curso.

Hoy podemos ver que los conflictos distributivos no desaparecieron con la caída del Muro de Berlín, que la desafección democrática tiene consecuencias muy palpables (Trump, Brexit) y que padecemos una suerte de malestar, “cultural” si se quiere, que dista de ser un problema meramente privado. Y si carecemos, como el PNUD ya advertía en 1998, de un lenguaje común para tratar estos problemas —un “código interpretativo que pueda dar cuenta de tales experiencias”—, aquello se acrecienta a magnitudes insospechadas en la UDI. Esa es la incomprensión que le permite a Jacqueline van Rysselberghe afirmar que la izquierda vive de “nutrirse del conflicto”, como si los fenómenos sociales se produjeran sólo por la buena o mala voluntad de las personas.

No se trata, entonces, de que hoy exista una “politización” de la sociedad, ni una disposición generalizada a buscar en la política la única solución de nuestros problemas. El error reside en no entender que los cambios recientes de Chile han generado nuevos problemas, de los que no se puede dar cuenta apelando permanentemente a lo mismo. Si nuestros desafíos comunes hoy son distintos, entonces necesitamos otra manera de enfrentarlos. El cambio desafía permanentemente nuestras categorías para interpretar los fenómenos sociales, y por eso Tocqueville podía exigir una “ciencia política nueva para un mundo completamente nuevo”. Si esa intuición tiene la mínima posibilidad de irrumpir en la UDI es algo que queda por verse.

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