Columna publicada en El Líbero, 01.08.2017

El diario La Tercera publicó recientemente una nota titulada “la era del fundacionismo”, destacando la intensa actividad organizativa de la sociedad civil chilena en los últimos diez años. Casi al mismo tiempo, aunque con menos glamour y protagonismo, otros medios difundían la puesta en venta de la casona que alojaba hasta hace poco a la Sociedad Unión de los Tipógrafos, la mutual más antigua de nuestra historia nacional y probablemente una de las primeras organizaciones formales de los sectores populares del país. El hecho evidencia el deterioro del mutualismo chileno, que asistiendo al reemplazo progresivo de la función social que justificó su creación, carece hoy de los recursos materiales y humanos para sostenerse en el tiempo.

No puede dejar de sorprender y entristecer una coincidencia de este tipo. Mientras algunos sacan cuentas alegres por el despertar asociativo en la población, los que inauguraron esa tradición se ven inmersos en una profunda crisis de la que, sin embargo, nadie ha acusado recibo, en parte porque pocos han reconocido en su historia una muestra temprana de la organización de la sociedad civil en Chile. Los entrevistados por La Tercera ofrecen una caracterización de la misma, pero destacan sobre todo su actualidad, afirmación que impide poner en valor una historia asociativa que ayudaría a explicar también la fuerza que hoy, con una ley más expedita, adquiere la creación de organizaciones sociales.

Y es que lo que los expertos destacan como característica distintiva de esta nueva sociedad civil es lo que justamente hicieron las mutuales en el Chile de fines del siglo XIX: trabajar ahí “donde nadie llega”. Experimentando los efectos de una cuestión social que precarizó a gran parte de la población, el mundo obrero empezó a articularse en torno a sociedades definidas como “socorro mutuo”. Su objetivo principal era asegurar a sus miembros, a partir de la entrega voluntaria de un porcentaje de su salario, prestaciones para enfrentar problemas de cesantía, salud o muerte. Fueron así el primer espacio de provisión de seguridad social en Chile, mucho antes que el Estado asumiera un rol protagónico en la protección de los trabajadores.

Sin embargo, su función no se restringió a la entrega exclusiva de beneficios materiales, sino que fueron también capaces de articular un espacio de sociabilidad y creación de lazos de solidaridad. Filarmónicas, escuelas para obreros y periódicos salieron de sus locales y líderes, los que de paso convocaron las primeras protestas y huelgas laborales a partir de las cuales se consolidó un movimiento de trabajadores cada vez más organizado e influyente.

La historia de las mutuales muestra así el valioso rol que puede cumplir la sociedad civil: llegar donde nadie llega, por cierto, pero también ofrecer un lugar de pertenencia y encuentro que otras instancias no están en condiciones de entregar. Recordar eso es relevante, porque el hecho de que los bienes comunes que ellas proveen puedan ser asumidos por entidades diferentes ⎼como el Estado y el mercado que tanto ocupan al debate público actual⎼ no reemplaza enteramente la función de organizaciones que, antes que nada, permiten la vinculación y reciprocidad que la relación cara a cara y la escala local y cotidiana hacen posible.

Fortalecer la sociedad civil y difundir su misión constituye, sin duda, una importante tarea en nuestros días. Sin embargo, ese trabajo debe ir acompañado de una reflexión sobre aquello que la define, de manera de tener claridad sobre lo que se busca efectivamente potenciar. En ese objetivo, conocer la historia de nuestra sociedad civil puede ser de especial ayuda, porque es sólo en su existencia concreta que puede observarse la complejidad de su función. Si nos centramos en definiciones ideales corremos el riesgo de reducir el valor de su tarea y, de paso, dejar que queden en el olvido experiencias como la de los mutualistas, cuyo patrimonio tenemos el deber de resguardar.

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