Columna publicada en La Tercera, 20.08.2017

El ambiente puede resumirse como sigue: Guido Girardi insta al Tribunal Constitucional a no convertirse en “operador político de los sectores conservadores”; Fernando Atria afirma que, de no validarse la ley de aborto, Chile quedaría en ridículo “a nivel internacional”; la misma Presidenta Michelle Bachelet espera que el Tribunal acoja “la voz de la mayoría”; y, para no ser menos, Beatriz Sánchez pega autoadhesivos en la sede del Tribunal, acusándolo de ser autoritario y representativo de la “vieja política” (ya sabemos que el Frente Amplio carece de vicios).

Uno podría pensar que estas declaraciones forman parte de la rutina: diversos actores ejercen presión para inclinar la balanza de su lado en un tema especialmente polémico. Sin embargo, y más allá de la opinión que nos merezca el proyecto en cuestión, hay en el tono de estas afirmaciones algo  inquietante. En el fondo, ellas son sintomáticas de un compromiso extremadamente débil, por no decir instrumental, con la democracia y sus mecanismos más básicos; como si el respeto por las reglas del juego dependiera del resultado obtenido.

La dificultad estriba en que la democracia no es solo el gobierno de mayorías, sino que es también conjunto de procedimientos. Éstos pueden parecernos engorrosos o innecesarios, pero son fundamentales para limitar el poder y proteger derechos. En ese sentido, como bien lo notaba Kelsen, el control de constitucionalidad no tiene por finalidad realizar un juicio definitivo sobre la bondad o maldad intrínseca de una norma, sino simplemente indicar si ésta es compatible con el orden constitucional (que, desde luego, puede ser modificado siguiendo ciertas reglas). El oficialismo está lejos de ignorar todo esto, pues ha recurrido muchas veces al TC; y, más aún, fue bajo el gobierno de Ricardo Lagos que sus atribuciones se vieron reforzadas.¿Por qué extrañarse entonces de que una ley que afecta el derecho a la vida pase por un control de esta naturaleza? ¿Acaso no es al menos plausible pensar que una norma que permite atentar directamente contra la vida de un feto está en abierta tensión con el mandato constitucional que brinda protección al que está por nacer?

En tiempos de crispación política, resulta fundamental cuidar las instituciones que tienen la difícil e indispensable misión de arbitrar nuestras diferencias. Si esos mecanismos se desgastan y pierden legitimidad, la vida pública puede degradarse de modo acelerado, como lo saben algunos de nuestros vecinos latinoamericanos. Por lo mismo, resulta peligroso e irresponsable, antes de siquiera conocer el fallo, calificar al Tribunal de operador político de tal o cual sector, de autoritarismo, o de exponernos al ridículo si no obedece a nuestros deseos. Tampoco es serio suponer que su función es refrendar mecánicamente lo dispuesto por la mayoría. La auténtica prueba del demócrata es precisamente la contraria: debemos respetar las instituciones sobre todo cuando el resultado no nos agrada. Sin embargo, como bien sabía Aristóteles, los peores enemigos de la democracia suelen ser aquellos que más gárgaras hacen con ella.

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