Columna publicada en El Líbero, 08.08.2017

Recientemente, la Dirección de Presupuestos presentó al Congreso los resultados de la evaluación de varios programas sociales. Los análisis, realizados por el Centro de Microdatos de la Universidad de Chile, concluyeron que de un total de nueve iniciativas, sólo una podía ser evaluada satisfactoriamente. Algunos de los programas producían efectos positivos, pero con una mala relación costo-beneficio, y otros tenían un impacto nulo en su población objetivo (no alcanzando a cumplir sus objetivos originales). Por lo tanto, el Centro de Microdatos recomendaba revisarlos.

Este caso sirve para recordar que el Estado –así como muchas otras organizaciones– puede desempeñarse mal en sus tareas, y eso justifica encargarles a agentes externos la evaluación de sus programas. Lo pertinente, en todo caso, es captar qué razones pueden llevar al Estado a operar de modo deficiente. Esto importa en especial si dichas razones no son meramente accidentales, sino que revelan un problema sistemático y sostenido en el tiempo.

Como sostiene el antropólogo norteamericano James C. Scott, el Estado moderno se esfuerza constantemente por hacer legible su entorno material y social. Para tomar decisiones, el Estado necesita “leer” a quienes gobierna en términos que le sean familiares. Y como eso no siempre ocurre (las personas, instituciones y prácticas escapan con facilidad a nuestra comprensión), el Estado somete a esas realidades externas para acomodarlas a los conceptos e interpretaciones que sí puede entender. Esas realidades particulares son, muchas veces, violentadas en el proceso.

Este fenómeno no es privativo del Estado, pero es cierto que él tiene una peculiar capacidad de obligar a la sociedad a comportarse según sus reglas, para poder observar mejor a esas poblaciones desde su propia óptica. La imposición de censos, lenguas oficiales y sistemas educativos estandarizados (muchas veces resistida por sus destinatarios) ilustran esa tendencia.

Esta intuición trasciende el terreno de la antropología social. En este punto, Scott converge con la teoría económica de Friedrich Hayek. En todas las sociedades existe una infinidad de información dispersa y ningún agente tiene la capacidad de observar toda la que es relevante. Como el Estado es incapaz de capturar esa información particular e intangible, opta por reducirla a su propia comprensión. Y al hacerlo, la lógica burocrática pierde eficacia y conexión con la realidad. La paradoja aquí es que la intervención del Estado sobre un grupo humano se crea a partir de una desconexión con esa misma población. Para poder observar y entender a un grupo de personas, el Estado necesita interpretarlo en función de algunos indicadores clave (por ejemplo, de mortalidad, educación o delincuencia). Pero mirar sólo las mediciones estandarizadas conlleva ignorar las condiciones particulares que rodean a esa comunidad y en las que se desenvuelve buena parte de su existencia.

Esto tiene consecuencias relevantes para la relación entre Estado y sociedad. Ésta no se verifica en abstracto, sino que necesita legitimarse bajo condiciones concretas. Si el problema son las personas y sus circunstancias específicas, la evaluación externa de los programas estatales, por eficaz que sea, también presentará sus propias complicaciones. No puede sustituir el control democrático, ejercido por las mismas comunidades afectadas, sobre el aparato estatal. Aunque muchas veces esos grupos no tengan la capacidad de lograr cambios en el sistema, la conciencia de que existe una distancia grande entre el Estado y las diversas comunidades configura un horizonte para corregir esos problemas y proteger las condiciones particulares de vida. Muchos atropellos y abusos podrían haberse evitado si fuéramos más conscientes de esa distancia.

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