Columna publicada en La Segunda, 29.08.2017

Si  nos tomamos en serio el  derecho de asociación garantizado en nuestra Constitución y en múltiples tratados internacionales, a nadie debiera sorprenderle la afirmación de la llamada objeción de conciencia institucional.

Debemos recordar que las personas nos desplegamos y realizamos como ta‐ les no en solitario, sino mediante la participación activa en asociaciones de muy diverso tipo (familias, colegios, universidades, empresas, entidades deportivas y artísticas, parroquias, etc.). Estas asociaciones configuran una realidad —una relación— que no se agota en sus respectivos integrantes, y además ayudan a generar ciertas virtudes cívicas y un contrapeso al poder político de turno.

Nada de extraño, entonces, que el ordenamiento jurídico reconozca esta clase de agrupaciones: después de todo, es la lógica consecuencia de entender que el Estado está al servicio de la sociedad civil, y no viceversa. Dicho reconocimiento incluye desde la personalidad jurídica hasta su eventual responsabilidad penal. Y, naturalmente, la posibilidad real de cultivar una visión robusta del hombre y de la vida.

Si no podemos desarrollar con nuestros semejantes una determinada manera de comprender el mundo, peligra la subsistencia de libertades muy preciadas —de conciencia, de enseñanza y de expresión—, que típicamente cultivamos junto a otros. En rigor, aquí está en juego la vigencia misma del pluralismo social (los totalitarismos suelen barrer con las comunidades que dan forma a la vida común). De ahí la importancia de resguardar la legítima autonomía para perseguir y encarnar los idearios institucionales, y de evitar una comprensión puramente abstracta e ilimitada de los derechos individuales. Llevada al extremo, tal comprensión conduce a disolver las agrupaciones intermedias.

Proyectar la objeción de conciencia al ámbito de las personas jurídicas, con vistas a proteger el despliegue de sus propósitos fundacionales, es una manifestación más del derecho de asociación. Y ya que el TC decidió torturar la regla constitucional que mandata proteger la vida del nasciturus hasta hacerla irreconocible, al menos tenía que reconocer el derecho de ciertas instituciones a no practicar abortos; práctica que —nunca lo olvidemos— el gobierno actual buscaba exigir a toda cosa. Vaya “despenalización”.

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