Columna publicada en El Líbero, 18.07.2017

El impactante caso de Nabila Rifo y la polémica sentencia de la Corte Suprema de la semana pasada han puesto sobre la mesa un tema que nos debiese preocupar a todos. Es necesario que, como comunidad, reflexionemos seriamente en torno a la violencia contra la mujer y tomemos cursos de acción a partir de ello. Para eso es crucial que la reflexión se haga de manera adecuada. Sin embargo, el uso de las redes sociales —el principal mecanismo con que contamos hoy para comunicarnos— ha probado ser más dañino que constructivo.

La sensación ambiente es que el Poder Judicial se caracterizaría por un machismo brutal, o que se ha convertido, para usar las palabras del tuit de Beatriz Sánchez, en “cómplice de femicidios”. Pero si se analizan opiniones de penalistas, no queda la misma idea. En este sentido, hay diversos aspectos de la decisión de la Suprema que pueden generar desacuerdo: qué tan coherente es la interpretación y análisis que hacen los jueces de los hechos; el estándar que tiene que cumplir la prueba para que un hecho se pueda dar por acreditado; la compatibilidad entre delito frustrado y dolo eventual; o incluso la relevancia de la disposición subjetiva en la imputación del delito. Es bastante más discutible, sin embargo, que el razonamiento de la Corte se haya basado en el hecho de que la víctima sea mujer.

Esto debiese preocuparnos no sólo porque las redes sociales estén empezando a reemplazar varias funciones periodísticas, sino también porque se han convertido en una plaza pública a partir de la cual, en buena parte, se configura lo que ponemos en común. La discusión que como comunidad tengamos respecto de la legitimidad de las instituciones (en este caso de la Corte Suprema) o de la valoración del castigo que merecen los criminales, es indispensable. Pero en ese objetivo, las redes sociales son un arma de doble filo. Facebook y Twitter se han convertido en la tribuna de quienes hablan sin saber, o sin tomarse en serio la complejidad de los problemas. Y una tribuna donde opinar es gratuito, porque pocos asumen el costo de lo que afirman.

Son, también, catalizadores de agresividad, porque desde el anonimato y la comodidad del sillón es muy fácil descalificar (además de cobarde, porque difícilmente lo harían ante la presencia física del insultado). Nada de esto contribuye a una reflexión pausada, informada y bien argumentada, como la que se requiere en juicios tan dramáticos como el de Nabila Rifo. Algo similar ocurrió con un reciente fallo de inaplicabilidad del Tribunal Constitucional por la “Ley Emilia”: hay buenas razones para pensar que la culpa ahí está más en los que crean las leyes que en quienes las aplican (por ejemplo, la ley misma tiene problemas de coherencia con otras normas), pero esa no fue la sensación que quedó en el ambiente.

Todo esto genera desinformación, frustración y rabia; tres factores que debilitan la deliberación democrática. Si el diagnóstico compartido parece ser que en Chile hay cierto malestar con nuestra vida en común, el uso nocivo de las redes sociales es un importante factor al que debiésemos prestar mayor atención.

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