Columna escrita en conjunto con Manfred Svensson, publicada en El Líbero, 20.06.2017

La declaración de Felipe Kast, en la que afirmó que se opone al aborto en razón de su liberalismo, ha desatado una excéntrica batalla al interior de las corrientes liberales criollas. Liberales igualitaristas y liberales clásicos, liberales descafeinados y liberales amargos, libertarios y liberales sin apellido se han trenzado en un combate sobre los requisitos de entrada a la iglesia liberal. La consigna dominante es del tipo: “yo soy más liberal que tú”.

Todos y cada uno de los típicos elementos de estas discusiones han estado presentes: intricados intentos por determinar cuál sería la característica distintiva del liberalismo, firmes denuncias y ridiculizaciones de las herejías que se apartan del mismo, y así. Aunque parezca paradójico, los liberales andan en busca de sus propios anatemas y dogmas de fe.

Una vez que han acabado su escolástico ejercicio de definición, muchos liberales nacionales concluyen que tal discusión “sólo puede darse en Chile”, pues en ninguna otra parte del mundo alguien que abrace un ideario “genuinamente liberal” podría oponerse al aborto. Con todo, si efectivamente abrieran sus ojos y miraran al resto del mundo, se verían obligados a notar la extrema variabilidad del término que tanto les obsesiona. Así, en Estados Unidos el liberal se sitúa hacia la izquierda, mientras que en Francia queda más bien a la derecha. Si vamos a la historia de las ideas, no nos irá mucho mejor: si bajo el apelativo liberal caben pensadores tan distintos como Aron, Rawls, Hayek, Raz, Montesquieu, Röpke y Tocqueville es porque efectivamente el liberalismo no se deja reducir a un catecismo.

De hecho, un pensador de impecables credenciales “liberales” como Norberto Bobbio se oponía al aborto, precisamente porque veía en él un atentado a un derecho que el liberalismo dice proteger. Desde luego, el argumento de Bobbio no zanja la discusión de fondo sobre el aborto, pero sí permite ver que el liberalismo no tiene por qué concebirse como una doctrina cerrada sobre sí misma, ni es un recetario unívoco definido de una vez y para siempre. Cabe agregar que el problema del aborto es, quizás, uno de las preguntas que el liberalismo simplemente no puede resolver, porque escapa a su vista: ¿cómo resolver un conflicto de esa naturaleza desde la sola perspectiva de los derechos individuales? El mismo principio de daño utilizado por Kast tampoco parece ser un criterio suficientemente orientador.A esto, podría responderse que –al margen de las singularidades- es perfectamente posible identificar al liberalismo con una tradición, que debe ser definida para tener alguna sustancia. Esto es efectivo, y sería difícil, por dar un ejemplo, que un partidario de la monarquía absoluta sea calificado como “liberal” (de allí toda la dificultad de clasificar a Hobbes). Alguien que se oponga a la división de los poderes, o a la protección de ciertos derechos básicos, también tendría ese problema. Pero de allí a confeccionar una lista de políticas específicas que ate por definición a todos quienes se denominan liberales, hay un largo trecho.

En el fondo, el liberalismo presupone que hay individuos titulares de derechos, pero no necesariamente es capaz de definir por sí mismo quiénes son esos individuos. Esto no es necesariamente una crítica, pues toda doctrina tiene puntos ciegos; pero sí un llamado a ser consciente de ellos. Es más, si recordamos que el liberalismo suele implicar también una actitud de cierto escepticismo y distancia frente a posiciones demasiado seguras de sí mismas, esta discusión no puede sino volverse más absurda: ¿dónde quedó la sana duda que inspira lo mejor de la tradición liberal?

Naturalmente, todo esto revela la inaudita ingenuidad con que muchos liberales chilenos (es cierto que no son todos, pero es la parte más vociferante) han decidido poner la carreta delante de los bueyes: cual secta, se ha tratado la cuestión asumiendo que lo primero es definir qué es el liberalismo, para luego aplicar la doctrina a la realidad. No estaría demás darle a esta última la primacía en algunas cuestiones. Después de todo, aunque las etiquetas permiten ordenar  algo el mapa de las ideas, son sólo eso, etiquetas, que son útiles en la medida en que nos permitan comprender mejor la realidad. Obsesionarse con el casillero, el timbre y la estampilla ellas termina en un solipsismo que, además de absurdo, es bien poco liberal.

Ver columna en El Líbero