Columna publicada en La Segunda, 20.06.2017

Según Carlos Peña y otros actores públicos, es incompatible abrazar el liberalismo y, al mismo tiempo, rechazar el aborto. Su argumento puede resumirse así: la prohibición del aborto representaría una coacción indebida del aparato estatal, que impondría a las mujeres -y sólo a las mujeres- obligaciones cuasi heroicas (supererogatorias), que nadie más tiene que soportar. Y dado que un liberal mira con recelo el actuar del Estado, naturalmente debiera apoyar el aborto, sin matices ni distinciones.

Pero el razonamiento es problemático, por dos motivos al menos.

En primer lugar, es dudoso que sea posible determinar de manera tan unívoca el contenido de “la doctrina liberal”. Por dar sólo algunos ejemplos, entre Montesquieu, Kant, Tocqueville, Röpke, Aron, Rawls y Manent se observan diferencias importantes. De hecho, hay autores paradigmáticos, como Norberto Bobbio, que han sido contrarios al aborto desde el seno del pensamiento liberal. En sus palabras, “el  individuo es uno, singular, pero en el  caso del aborto hay un ‘otro’ en el cuerpo de la mujer… Con el aborto se dispone de una vida ajena”.

Lo anterior guarda directa relación con el segundo punto. Ni el debate acerca del aborto consiste primariamente en “qué deberes tienen las mujeres”, ni la negativa al aborto se funda en una supuesta obligación de continuar con el embarazo en toda circunstancia. Dicha negativa se basa en una prohibición más amplia, de alcance general e imprescindible para el sano desarrollo de la vida común: la prohibición de quitar directa y deliberadamente la vida a un individuo humano inocente. Como en Chile ese último carácter no se discute respecto del embrión o feto —si así fuera, el debate trataría sobre aborto libre, lo que ha sido negado una y otra vez—; y como además esa prohibición no impide aplicar las terapias que requiere una mujer cuya vida peligra, es consistente criticar el aborto y, a la vez, cuestionar la acción indiscriminada del Estado.

Sin duda el bienestar de las mujeres exige un mayor apoyo de la sociedad civil y del Estado, en especial para quienes sufren el drama de un embarazo vulnerable. Asimismo, urge luchar contra el ausentismo paterno y acabar con diferencias arbitrarias, como los precios de los planes de las isapres. Pero nada de esto mejora con el proyecto de ley de aborto. Aquel proyecto tampoco busca una auténtica despenalización (renuncia a la sanción penal) en situaciones extremas, sino establecer un derecho a terminar con la vida de un individuo humano en algunos casos. Acá, paradójicamente, sí emerge un vínculo más estrecho con cierto liberalismo: oponerse a este tipo de prácticas es lo propio de un poder limitado, y esa es precisamente la finalidad de no pocas corrientes liberales.

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