Columna publicada en El Líbero, 02.05.2017

La desigualdad ocupa un espacio importante en la discusión pública chilena. Eso dista de decirnos cómo identificarla, cómo tratarla y en qué contextos es más problemática o nociva, pero permite ir perfilando una decisión política: hoy consideramos que nuestra desigualdad es demasiado elevada y conviene reducirla. Aunque no todos los actores tengan convicciones semejantes al respecto, es probable que muchos de nuestros problemas efectivamente tengan una relación importante con la desigualdad.

Cuando hay bajo crecimiento económico, por ejemplo, las consecuencias nocivas de la desigualdad parecen sentirse con más fuerza: donde hay menor acceso a los beneficios del crecimiento, el pituto, la plata heredada y el bienestar previo pesan mucho más en la configuración de la situación actual (y se hacen notar). Allí donde hay desigualdad preexistente, la mala situación económica refuerza las condiciones de vida asimétricas, pues alienta y normaliza esa clase de mecanismos, sin elementos que puedan contrarrestarlos. Esto sugiere que la desigualdad tiene una tendencia al arraigo (Charles Tilly propuso una teoría de la “desigualdad persistente”) y que, por lo tanto, ella deviene políticamente problemática bajo ciertas condiciones.

Esa tendencia es denunciada con especial fuerza, pues tiene afinidad con la figura del “abuso”. En su dimensión más fundamental, la crítica del abuso aspira a un estándar mucho más exigente para legitimar la acumulación de riqueza y las diferencias de ingresos. A eso se suman una valoración fuerte del mérito individual (pero acusando una gran distancia entre la expectativa y la realidad) y una desconfianza persistente hacia la política profesional (que es vista como el culmen del privilegio arbitrario).

Quizá lo más interesante es que el discurso del abuso no remite primariamente a reducir las brechas de ingresos, aunque tenga algo de eso, sino a redefinir la relación entre mayor igualdad y las formas específicas que asume la desigualdad. Se trata de la sospecha de que los abusos no se producen por azar o alguna circunstancia desafortunada, sino por un patrón latente y sostenido en el tiempo. Se trataría de redes, oportunidades y recompensas distribuidas arbitrariamente entre unos pocos, tendientes a perjudicar a quienes quedan fuera (la mayoría). En la medida que la desigualdad sea vista como el motor que sostiene esas condiciones injustas —pues desafían permanentemente la acumulación legítima y el mérito—, seguirá siendo blanco de las críticas.

A esta situación parece sumarse un proceso de transformación en las instituciones. Ellas enfrentan una fuerte presión para adaptarse, de modo sensible y reflexivo, a las nuevas demandas de los agentes individuales (la “ciudadanía empoderada”). Nuestras creencias y expectativas pueden, eventualmente, cristalizar en cambios institucionales importantes, pero es necesario que las instituciones (receptoras de nuestras exigencias) entiendan la dirección que debe asumir el cambio, pues de lo contrario hay un riesgo de descoordinación todavía mayor. Por eso el problema del abuso no debe ser formulado en un registro puramente moralista ni expresarse sólo como indignación, ya que arriesga ser incomprendido y omitido por las instituciones.

Gran parte de nuestros desafíos –entre ellos, la ruta hacia el desarrollo– se juega en ese entramado todavía inestable, en vías de definición, entre creencias, demandas e instituciones. Captar la particularidad de ese proceso será indispensable para entender los cambios en los años venideros.

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