Columna publicada en La Tercera, 21.05.2017

Se supone que los consensos en la política chilena eran cosa del pasado. Sin embargo, si uno revisa los documentos programáticos de las distintas candidaturas presidenciales, no son pocas las coincidencias que se pueden encontrar.

El primer consenso aparente está en el plano de los diagnósticos: la idea de que el nuevo “sujeto histórico” eran los estudiantes parece ir en retirada, cediendo paso a la “amplia y frágil clase media”. Todos los documentos programáticos reconocen a las unidades domésticas de clase media y sus inseguridades y temores como los principales destinatarios de sus propuestas. Esto implica asumir que las razones por las cuales muchos apoyaron al movimiento estudiantil o a “No + AFP” son más pragmáticas que ideológicas. No anticapitalismo, sino la búsqueda de alivios económicos. Y eso, en la práctica, significa que las políticas adecuadas para generar ese alivio pueden ser mucho más moderadas que las demandadas por los líderes de estos movimientos.

El segundo consenso aparente, vinculado al primero, es que aliviar a la clase media exigirá que el Estado asuma un rol más importante que el que tuvo en nuestra etapa anterior de desarrollo. Mayor fiscalización, regulación, calidad y extensión de los servicios públicos, órdenes públicos de protección, derechos, deberes y colaboración estatal privada aparecen por doquier. Las diferencias políticas, claro, se registran en el plano de la evaluación de la extensión que el Estado debería o podría alcanzar sin dañar gravemente la economía del país o amenzar las libertades ciudadanas.

Y el tercer consenso aparente, derivado de los dos anteriores, tiene que ver con la modernización del Estado. Esta idea ha rondado los programas presidenciales durante los últimos años. De hecho, si uno revisa el programa de Bachelet encontrará una nutrida batería de propuestas en las que se avanzó poco y nada durante su gobierno (36% según Ciudadano Inteligente). Y es que ya se intuía que tratar de extender las funciones del Estado sin fortalecerlo y profesionalizarlo primero podía ser una mala idea, pero la incapacidad política y la obcecación ideológica igual terminaron poniendo la carreta delante de los bueyes. Esto parecer ser ahora una lección aprendida, por lo que muchos documentos programáticos presentan como una de sus primeras prioridades reformar nuestro anquilosado aparato estatal. Aunque, paradójicamente, el documento de Beatriz Sánchez, que es el que propone extender más las funciones del Estado, no toca el tema (lo que, si es que hay sentido común en su equipo, será corregido en la versión final del documento).

Queda pendiente, en todo caso, aclarar específicamente cuáles son las redes de corruptela clientelista, las funciones inútiles (“grasa”), la burocracia sobrante, las zonas demasiado débiles y las facultades añejas que contiene nuestro actual Estado. Y cómo es que se van a reformar, siendo que eso implica, en muchos casos, achicar el botín estatal que ansían muchos colaboradores políticos de cada bando. El que demuestre estar en mejor pie para este desafío se anotará un poroto.

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