Columna publicada en T13.cl, 08.03.2017

Una de las mayores deudas del Manifiesto por la República es no haber incorporado el importante asunto de los roles sexuales en la sociedad moderna. Ello puede explicarse, en cierta medida, por el hecho de que no había mujeres en el equipo que lo redactó. Algunos críticos han querido ver reflejado en ello un machismo supuestamente inherente a la derecha. Sin embargo, han guardado silencio al recordárseles que “El otro modelo”, el texto guía de las transformaciones impulsadas por la Nueva Mayoría, fue redactado por cinco hombres y ninguna mujer, y tampoco dedica ni un párrafo a este tema.

Pero empatar en un error no lo convierte en una virtud. Hay aquí una deuda importante. Y es evidente que la centroderecha chilena todavía no tiene un debate sofisticado al respecto que le permita fijar acuerdos programáticos mínimos. Y también es evidente la urgencia de que dicho debate comience.

Las relaciones entre hombres y mujeres se han transformado a pasos agigantados desde que la técnica comenzó a erosionar la división sexual del trabajo, dejando la fuerza física en un segundo plano y facilitando el ingreso de la mujer al mundo laboral/académico y al espacio público. La revolución sexual de los 60, en tanto, significó un grado mayor de autonomía reproductiva, y, por tanto, un refuerzo de la individualidad femenina. Pero tanto al mundo laboral/académico como al espacio público, así como al de la sexualidad, no ingresaron en una posición equivalente a la que tenían los hombres, sino en una posición desfavorable. Y los resultados de ello, en todos estos ámbitos, son notorios hasta el día de hoy: las mujeres ganan menos por hacer los mismos trabajos, son acosadas y ninguneadas públicamente, y tratadas como un objeto pasivo de deseo por parte de los hombres, que no puede ser nunca, en ningún ámbito, un sujeto activo de él.

En cuanto a los roles tradicionales de la mujer, vinculados al cuidado de ancianos y enfermos y a la crianza de los niños, se han visto seriamente trastornados, en la medida en que tampoco han pasado a ser compartidos con los hombres. Se han convertido, entonces, una carga de la que nadie tiene muchas ganas de asumir, y que es traspasada a instituciones de educación y cuidado a las que prestamos poca atención como sociedad.

En tanto, los resultados de la transformación del vínculo tradicional entre los sexos es procesado, muchas veces, mediante la violencia doméstica. El hombre, al ver relativizado su dominio en el ámbito público educacional, económico, político y sexual, recurre muchas veces a la fuerza física privada para imponer su voluntad. La agresión y los homicidios contra la mujer -hoy llamados “femicidios”- se han vuelto, así, un problema grave que atraviesa todas las clases sociales.

Pero que muchos problemas sean compartidos por las mujeres de todas las clases sociales no significa que la violencia adquiera formas e intensidades diferentes entre ellas. La mujer pobre, al igual que sus hijos, se encuentra expuesta a formas particularmente radicales, intensas y normalizadas de violencia. Eso significa ser vulnerable. Y también es quien ve más limitadas sus posibilidades de construir espacios de dignidad y voluntad propia. Al mismo tiempo, es quien más invisible resulta para la opinión pública, pues una característica terrible, pero obvia, del hecho de ser débil es no contar con los medios para articular una demanda y hacerse oír por el resto de la sociedad. La perspectiva de la opción preferencial por los débiles, entonces, resulta importante al abordar este problema.

¿Qué hacer frente a estas realidades? Lo primero es aceptar que ningún proyecto político serio puede considerarlas irrelevantes. Decir que estos temas no importan, en este contexto, equivale a mirar hacia el lado frente a situaciones injustas y violentas. Lo siguiente es construir una crítica cultural por fuera tanto del progresismo irreflexivo como del conservadurismo irreflexivo, respecto de las relaciones entre los sexos y de sus roles sociales (pues no es sólo la femineidad aquello que se pone bajo interrogación, sino también la masculinidad). Esta crítica, en buena medida, pasa por volver a poner esta discusión bajo la perspectiva de la integración social -de la subsidiariedad y solidaridad de las instituciones sociales-, y no sólo de los derechos individuales. Después de todo, no es sólo la relación entre los sexos lo que aquí está en juego, sino una de las instituciones fundamentales para la reproducción material y cultural de la sociedad: la familia. Y ninguna visión política puede considerarse seria si es que no aborda en profundidad el asunto familiar, ya que casi todas las instituciones de la sociedad existen en una dependencia recíproca con las familias.

Pensar una sociedad basada en relaciones justas entre hombres y mujeres demanda, entonces, no sólo replantear los roles tradicionalmente asignados a cada uno de los sexos, redistribuir las cargas privadas y construir un espacio público que sea reflejo de este nuevo vínculo de respeto y colaboración, sino también, y muy fundamentalmente, preguntarnos por el lugar y la forma de la familia en la sociedad, y en las condiciones materiales e institucionales que harían posible esa vida familiar.

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