Columna publicada en El Mostrador, 29.03.2017

El alcalde de Santiago, Felipe Alessandri, acaba de anunciar un plan para regularizar el comercio ambulante, lo que se suma a iniciativas similares en otros municipios del país. El objetivo, se señala, es ordenar y no erradicar el comercio informal. Si a ello agregamos las últimas cifras de empleo entregadas por el INE marcadas por el protagonismo de los trabajadores por cuenta propia, nos damos cuenta que estamos hablando de un tema relevante que de a poco se instala en los medios y la agenda pública. En efecto, no pasó desapercibido que, a pesar del bajo desempeño económico, el trabajo exhibía cierta resiliencia. Si no fuera por el 5,5% de crecimiento en este grupo, seguramente estaríamos frente a un escenario de mayor desempleo (como el caso de los asalariados, que han disminuido en un 1,2% en el último año).

Según el informe, este aumento del 5,5% en los trabajadores por cuenta propia se desempeñó principalmente en las calles, en la vía pública o en la casa del cliente, y con jornadas a tiempo parcial. Los datos descritos nos conducen inexorablemente al trabajo informal y, al mismo tiempo, nos llevan a preguntarnos cuán en serio nos hemos tomado esta realidad. Lamentablemente, el panorama no es muy alentador.

Partiendo de la intuición de que las municipalidades son en principio las más indicadas al momento de resolver problemas locales, vemos cómo se ha generado una política sin coordinación ni coherencia, algo así como una política de no-política: el comercio informal es casi un no-problema en nuestra discusión pública, con aproximaciones binarias hacia el tema. Esto no sólo ha llevado a que la informalidad sea invisible, sino también a una ausencia de estrategia seria para hacerse cargo de ella. Una omisión de esta naturaleza hizo posible que el año pasado y ahora en Santiago por ejemplo, se implementaran las ordenanzas municipales en que se criminalizaba al comercio informal, castigando tanto a vendedores como compradores. La radical incapacidad de la autoridad para hacerse cargo del fenómeno Uber es buen síntoma de este fenómeno, convirtiéndolo en otro ejemplo emblemático.

El fenómeno ha avanzado de tal manera que ya no es posible seguir ignorándolo, ni tampoco enfrentarlo de manera irreflexiva. Quizás por esa razón el INE ya comenzó el plan piloto de su nueva Encuesta de Informalidad, cuyos primeros resultados se esperan para fines de este año. Aunque con un evidente rezago, nunca es tarde para replantearse ciertos problemas y comenzar a tratarlos desde una óptica que le haga justicia a su complejidad.Los argumentos enunciados públicamente para sustentar dicha medida son, grosso modo, que constituirían una competencia desleal, que las mercancías son en gran parte robadas o falsificadas, y que detrás de la informalidad existiría una presunta red delictual que descansa, directa o indirectamente, en este grupo de personas. Ello se dijo a pesar de que los pocos datos levantados por el INE – Ministerio de Economía y la Cámara Nacional de Comercio- revelaran que el abastecimiento provenía principalmente del mundo formal (mercado mayorista entre otros), que se trata mayoritariamente de personas de escasos recursos y pocas oportunidades, y que menos de un 20% del comercio establecido aseguran verse afectados por los informales. Todo lo anterior implica, en definitiva, una gran desinformación y desconocimiento general del tópico que se aborda.

Los trabajadores por cuenta propia albergan a gran parte de la informalidad. Aun así, mientras que los primeros son considerados como víctimas del mal desempeño económico y utilizados por políticos de oposición como un activo para atacar al gobierno de turno, los trabajadores informales son tratados muchas veces como impúdicos y oportunistas criminales. Semejante contradicción sólo nos enrostra el propio desconocimiento, y nos recuerda cómo muchas veces reaccionamos ante los estereotipos que hemos ido creando.

Ver columna en El Mostrador