Columna publicada en La Tercera, 26.03.2017

El gran escenario de la modernidad es la ciudad. Ella es el dominio de los individuos, el teatro de las luchas políticas y el lugar de las grandes preguntas de nuestros tiempos. Por eso, pensar la modernidad es, en buena medida, pensar la ciudad. La mayoría creciente de las personas vendrá al mundo y pasará casi toda su vida en un contexto urbano. Y si podemos decir algo respecto de la ciudad moderna es que ella y el cambio, como decía Bauman, “son prácticamente sinónimos”. Y que esos cambios siempre se manifiestan en nuestra vida como paradojas y contradicciones, grandes expectativas que, al realizarse, nos maravillan en la misma medida que nos desilusionan y nos arrastran a otras esperanzas.
En el caso chileno, los grandes conflictos políticos que marcan nuestro siglo XX son incomprensibles si no se toman en cuenta los procesos de migración campo-ciudad. La llamada “cuestión social” de comienzos del siglo XX, de hecho, surge debido a la aglomeración urbana de campesinos pobres que buscaban beneficiarse del auge industrial y minero. El hacinamiento y la miseria experimentadas por estos grupos fue el combustible de la primera gran oleada de transformaciones políticas y sociales de los años 20 y 30.
El segundo gran proceso de reformas sociales producido en la segunda mitad del siglo XX es también fruto de un gran shock demográfico. El epicentro de esto fue Santiago, que recibió enormes flujos migratorios entre 1940 y 1970, pasando de 952.000 habitantes a casi 3 millones. Este movimiento, que no amainó ni siquiera con dos reformas agrarias, tendrá como consecuencia la formación de bolsones de pobreza que serán el centro gravitacional de las reformas políticas y económicas de las décadas siguientes. No es exagerado decir, entonces, que la modernización chilena ha sido un intento por responder las preguntas que la urbanización masiva ha ido generando en sucesivas oleadas de “otros” que se han incorporado a la ciudad, dándole forma.
Hoy, cuando experimentamos conflictos y demandas que quitan el sueño a los poderes establecidos, vale mucho la pena preguntarnos por los procesos demográficos y urbanos que marcan el momento. Ya no se trata, eso sí, de un “otro” venido del campo que se incorpora a la vida urbana, sino de amplias y frágiles clases medias de la propia ciudad que exigen nuevos espacios y servicios. Y a ellos se suman todavía tímidas oleadas migratorias desde otros países latinoamericanos. Pero la ciudad de las últimas tres décadas, y con ella la forma de nuestra modernidad y nuestra visión misma del progreso, está siendo sometida a cambios, evaluación y crítica.
Repensar nuestro habitar urbano nos exige contar con un lenguaje adecuado y común para comprender y dialogar sobre el fenómeno. Necesitamos, entonces, entender qué es, qué ha sido y qué podría ser una ciudad. Y un buen punto de partida para eso es el libro “La ciudad que viene”, del antropólogo y filósofo Marcel Hénaff, quien visitará pronto nuestro país, invitado por el IES con la esperanza de ayudar a instalar un tema que debería ser ineludible en nuestro debate político, pero que pocos se toman en serio.

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