Columna publicada en El Líbero, 14.02.2017

Desde hace algún tiempo se ha comenzado a instalar la idea de que el Poder Judicial se está haciendo cada vez más poderoso. Fallos respecto de las isapres, de proyectos de inversión (como el de Castilla), o en política internacional (como cuando se acogió un recurso de protección a favor de Leopoldo López y Daniel Ceballos, dos presos políticos venezolanos) son unos pocos ejemplos de lo que, a grandes rasgos, algunos llaman judicialización de la política. Los jueces se estarían extralimitando en sus competencias, inmiscuyéndose en el campo de las políticas públicas, creando nuevos derechos o fortaleciendo los ya existentes.

Ya sea para celebrar o rechazar este fenómeno, lo habitual es que la atención se dirija hacia los jueces. En efecto, a las afirmaciones como “está aumentando el activismo judicial” o “vivimos bajo el gobierno de los jueces”, subyace muchas veces la idea de que el empoderamiento es única y exclusivamente responsabilidad de los magistrados: son ellos los que buscan imponer su agenda a través de su propia concepción de justicia, ya sea saltándose la ley, o bien interpretándola extensa o evolutivamente. Esto es así en muchos casos, pero asumir que es el único factor es una visión estrecha: la comunidad política está conformada por más que el Poder Judicial; ¿por qué prestarle atención solamente a ellos?

En efecto, la fuerte injerencia de los jueces en asuntos que nos constituyen como comunidad (y que a la vez tienden a dividirnos) –seguridad nacional, política macroeconómica, justicia transicional, aborto, eutanasia, matrimonio, entre otros– puede estar condicionada, además, por otros factores. La resolución de estos asuntos en sede judicial puede ser, por ejemplo, altamente conveniente para ciertos actores del juego democrático, como ha propuesto Ran Hirschl en su libro Towards Juristocracy. Así, desde el punto de vista de los incentivos, a un parlamentario le puede convenir no discutir ni votar determinados asuntos. Si se trata de un tema controversial (como a menudo lo son), dejar que un juez lo decida puede disminuir los costos en que tendría que incurrir para persuadir a su adversario, o reducir el descontento en los que espera que voten por él en las próximas elecciones. Esto último se llama transferir la responsabilidad política: la culpa ya no es del Gobierno, o de un partido, o de ciertos diputados o senadores, sino que de los jueces. También pueden darse “jugadas estratégicas” con vistas a avanzar en una propia agenda, cuando un parlamentario vea que no tiene la mayoría necesaria en el Congreso, pero que sí podría contar con ella en un tribunal.

Esto no es todo. Las tendencias culturales de hoy (fuertemente influenciadas por los medios digitales) nos han acostumbrado a poner a la velocidad en el centro. Si las cosas no nos gustan como están, podemos cambiarlas, y ese cambio tiene que ser rápido. Sin embargo, el juego democrático —y la arquitectura institucional sobre la que se construye— suele estar diseñado precisamente para evitar cambios abruptos o inmediatos. Hay quienes se olvidan de que esto tiene una razón de ser, y al ver que en el Congreso no se está alcanzando acuerdos en plazos cortos, recurren a los tribunales. En este contexto, por ejemplo, se entiende la proliferación de organismos de derechos humanos (dentro y fuera del Estado), que litigan en tribunales nacionales e internacionales.

Al traspasar la toma de muchas decisiones significativas hacia los tribunales, la judicialización de la política implica un cambio de paradigma en la forma de gobierno. El primer paso para  abordar este problema es entender por qué. Pero no basta con sólo preocuparse de la disposición activista del juez, porque la negación de la política puede deberse más a un abandono de ella por parte de los ciudadanos y políticos, que a una usurpación de los jueces.

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