Columna publicada en La Tercera, 08.02.2017

Las redes sociales han hecho que nos veamos enfrentados a emitir juicios respecto a infinitos casos, los cuales suelen presentarse a partir de la distinción culpable/inocente (o victimario/víctima). Y lo común es que, mediante un ejercicio de empatía, tomemos partido, sin restricciones, por la víctima. Un ejemplo de esta situación es el debate sobre los criminales con alzheimer o enfermedades terminales, donde muchos consideran que seguir castigándolos es necesario por empatía con las víctimas. Y otro es el de quienes consideran que hacer eco de teorías conspirativas respecto al origen de los incendios forestales es también exigido por empatía con sus víctimas.

Lo que suele escaparse en estos debates es que el mal corrompe al que lo hace, pero también, aunque menos, al que lo recibe. Hay, entonces, además de una corrupción de los victimaros -que es de la que normalmente hablamos- una corrupción de las víctimas, que consiste en el miedo, en el odio y en el deseo de venganza (que muy pocas víctimas, comprensiblemente, logran evitar). Por eso la justicia se sirve a sí misma, y no a las víctimas. Ella parte de la base de que la mirada de quien ha recibido un daño no es, normalmente, justa. Por eso el derecho existe para detener la violencia, y no como brazo armado de la venganza.

Hoy, de hecho, la mayoría de la violencia no se hace en nombre de la superioridad y la fuerza, sino que en nombre de las víctimas. La violencia, así, se parapeta tras el rostro de la inocencia. Y ya que la inocencia total no es humana, la violencia hecha en su nombre, como nos advierte Rafael Gumucio en su último libro, puede ser radicalmente inhumana.

La raíz griega de empatía significa pasión, y literalmente se traduce como “en sentimiento”. Empatizar es sentir lo que el otro siente. Y si volcamos todas nuestras energías a empatizar con las víctimas, lo que sentiremos será, las más de las veces, miedo, odio y deseo de venganza. Y lo mismo exigiremos a la justicia.
Pero si el exceso de empatía se vuelve un peligro de cara a los delitos interpersonales, su rostro más salvaje aparece frente a la tragedia. Y es que cuando los seres humanos enfrentamos un fenómeno excepcional, tratamos de recuperar el control de la situación reinscribiéndola como un hecho social. Tememos tanto que nadie tenga el control, que preferimos imaginar que lo tienen otros, los malos, a quienes podemos quitárselos de vuelta. En simple: buscamos a alguien a quien culpar, sea o no culpable.

Por eso la empatía total con las víctimas de las catástrofes significa, en muchos casos, hacerse parte de esta cacería de chivos expiatorios. Esto es, dejarse arrastrar por la histeria colectiva, abandonar nuestra razón a la sugestión y los rumores, y desconfiar de todo lo que no confirme nuestro sesgo. Y el resultado potencial es una violencia absurda y, por tanto, imparable.

El mal de las víctimas, en suma, necesita cura, terapia, sanación. Hacer justicia con los victimarios es parte esencial de ese proceso. Pero necesita ser apagado, no propagado por una empatía incendiaria.

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