Columna publicada en La Tercera, 11.01.2017

Se debate hoy sobre la educación pública de excelencia. Ella, sin duda, parece haber sufrido un accidente. Pero no hay consenso en el diagnóstico. Algunos culpan a una reforma que todavía no se aplica de haberla matado. Otros, como Urzúa y Fontaine, consideran que un conjunto de lesiones (paros, tomas, desfinanciamiento, efectos del ranking) la han condenado, y que la aplicación de la reforma será solo el último golpe. Mientras tanto, académicos como Jorge Fábrega la ven estable, dentro de su gravedad.

Este escenario permite retomar una discusión pendiente respecto a la pertinencia de la selección en los liceos de alto rendimiento académico. Y es que a pesar de que dicho debate existió en algún momento, luego fue abandonado, sin claridad final respecto a las razones que llevan al gobierno a optar por una medida tan drástica, que tiene durísimas consecuencias para lo mejor de nuestra educación pública.

En su momento, distintos actores de izquierda dijeron que la selección producía un “descreme” y que su prohibición potenciaría el “efecto pares”, que consistía supuestamente en que la interacción con buenos alumnos mejoraría a los no tan buenos. Waissbluth, Atria, Sanhueza, Gil y Quiroga repitieron hasta el cansancio esta idea, alegando que tenía una sólida base científica. Eso, hasta que Gastón Illanes, del CEP, dejó en evidencia que nada en la investigación vigente indicaba que tal efecto existiera. Desde entonces no volvimos a escuchar sobre el tema, pero la batalla contra la selección siguió igual.

¿Por qué continuó, ya sin razones, desplegándose esta voluntad demoledora? La explicación parece estar en una pasión radical por la igualdad alimentada por una profunda convicción materialista: aquella que considera que el rendimiento educacional solo se explica por el nivel económico de los estudiantes. Por eso la reforma se ha tratado de casi todo, menos de educación. Y por eso no quiere permitirse la existencia de instituciones que contradigan ese principio. No puede haber, entonces, centros de alto rendimiento académico que, tal como los de alto rendimiento deportivo, permitan a unos pocos, gracias a una mezcla de capacidad y esfuerzo, romper con las limitaciones de su medio.

El problema es que desbaratar estos centros significa renunciar a la posibilidad de una élite republicana venida de abajo que pueda contrapesar, renovar y competir con las élites tradicionales ya consolidadas. Y la desaparición de esa élite conlleva una mayor segregación social. Pero ello no parece importarle a los filósofos de la radical igualdad, cuyos hijos, en todo caso, asisten a colegios privados. También significa, como ha destacado Carlos Peña, despreciar la valoración que las clases medias hacen de la promesa del mérito y destruir las instituciones que eran su correlato. Y, finalmente, significa renunciar a políticas alternativas que tienen validación, como poner el foco igualitarista en la infancia o generar programas de alto rendimiento para jóvenes con otras capacidades. Todo, al parecer, por un capricho pasional.

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