Columna publicada en El Líbero, 06.12.2016

Como cada año desde 1978, la Teletón superó otra vez la meta de recaudación. La campaña ya se ha transformado en un ícono de solidaridad entre los chilenos, logrando financiar los programas de rehabilitación a miles de niños en situación de discapacidad. Esto pareciera ser, sin embargo, una excepción en medio de un contexto de falta de solidaridad entendida no sólo como virtud moral, sino sobre todo como principio de constitución social, que hoy parece afectar a Chile. La sensación de malestar que se percibe en el ambiente tiene múltiples causas, pero entre ellas no cabe descartar la falta de cohesión, de ese sentimiento de unidad basado en metas o intereses comunes sobre los cuáles se funda una sociedad.

La solidaridad, justamente, invita a sentirse parte de una comunidad y responsable del bien de los demás, aun cuando esto importe un sacrificio. Cada uno en diverso grado, sin duda, pero conscientes de que nuestras acciones (y omisiones) repercuten en el todo social. Desde luego, sería una utopía pretender revivir la filia aristotélica en las complejas sociedad contemporáneas, pero eso no impide reparar en los factores que dificultan esa unidad. Entre otros elementos, vivimos en un país sumamente segregado y desigual, hasta el punto que ya se ha vuelto un lugar común hablar de dos Chiles. Dos países que parecen llevar vidas completamente distintas y ajenas, que se refleja en la capacidad de acceso a la vivienda y oportunidades laborales, en el nivel de prestaciones de salud y educación, en el monto de las pensiones, entre otros, y que evidencian nuestro nivel de desintegración social.

Los altos niveles de desigualdad inevitablemente tienden a distanciarnos, no sólo en términos materiales, sino también simbólicos (nuestros intereses, demandas, preocupaciones, perspectivas futuras parecen ir por caminos muy separados), hasta el punto que se hace cada vez más difícil reconocernos como parte de una comunidad por la que estemos dispuestos a responder. Las consecuencias de esta dislocación social pueden ser nefastas: en condiciones de desintegración las conductas anómicas —es decir, que suponen una desviación o ruptura de las normas sociales— brotan con mayor frecuencia, lo que tiene como expresiones habituales la violencia, la corrupción y la desconfianza.

En contextos modernos, la cohesión social se ha convertido en un desafío cada vez más complejo, por lo que no existen soluciones unívocas. No obstante, su necesidad exige repensar algunos de los aspectos de nuestro actual modelo de desarrollo. Entre ellos, el problema de la distribución equitativa de ciertos bienes, recursos y oportunidades básicas, que tanto el mercado como el Estado se han revelado incapaces de asegurar por sí solos, y que son necesarios para el despliegue de las capacidades personales y para una adecuada participación en los distintos ámbitos de la vida social. En definitiva, urge generar espacios de encuentro, vínculos de reciprocidad y bienes compartidos que nos permitan lograr una vida en común, base necesaria para una verdadera solidaridad, de la que la Teletón es una muestra notable.

Ver columna en El Líbero