Columna publicada en La Tercera, 14.12.2016

Organizar nuestra convivencia en función del bien común es el objetivo de la alta política. Y la distribución de nuestras actividades durante el año es, por esa razón, un asunto político. El ritmo de nuestra agenda, con sus pausas y aceleraciones, afecta profundamente nuestra calidad de vida, nuestra productividad, nuestro ánimo, nuestra salud y nuestra vida familiar. Por eso, matar diciembre debe ser una prioridad política.

Diciembre, nuestro diciembre, es, en parte, una de las peores herencias involuntarias de la colonización europea. En el hemisferio norte la Navidad y el Año Nuevo están muy lejos del verano y del cierre de año de las instituciones. Estas fiestas ocurren dentro de sus vacaciones de invierno. En nuestro caso, en cambio, diciembre agolpa sin piedad la Navidad, el Año Nuevo, y el cierre del año escolar, universitario, político, deportivo, económico, fiscal, tributario y laboral.

Disculpen que me detenga en lo que esto significa: fiestas y paseos de oficina. Compras frenéticas de regalos para Navidad, amigos secretos, conserjes, recolectores de basura, cartero y familiares varios. Exámenes universitarios, cierre de actas. Postulación a becas y posgrados. Movilizaciones en el sector estatal y en el privado para ganar terreno en el presupuesto del año siguiente. Votaciones de la segunda vuelta presidencial. Niños aburridos en la casa. Fines de semana fuera de Santiago. Comidas familiares. Celebraciones navideñas. Celebraciones deportivas. Cuadrar cajas y otros papeleos. Entrega de proyectos. Congresos, foros, seminarios. “Ejecutar” como sea el presupuesto fiscal. Actos de fin de año de todas las instituciones, partiendo por los colegios. Graduaciones, titulaciones. Fiestas de Año Nuevo. Todo esto bajo un sol que derrite la brea en el pavimento y aderezado con miles de cumpleaños y nacimientos, dada la popularidad conceptiva del período marzo-abril. ¿Mencioné los matrimonios?
La enumeración da risa, pero es evidente que los efectos de ella no son divertidos: diciembre es un mes agotador. Y sería muy razonable, y muy bueno para nuestra calidad de vida y para la productividad del país, hacer todo lo posible para alivianar su carga y desplazarla hacia períodos menos intensos del año. Esto solo exige algo de imaginación institucional y colaboración público privada. No podemos mover la Navidad, el Año Nuevo y los cumpleaños, pero casi todo lo demás parece disponible, incluyendo las vacaciones. ¿No sería mejor vacacionar la segunda quincena de diciembre y aprovechar mejor febrero, para alivianar también marzo? ¿No podrían traspasarse tantas fiestas, seminarios y ceremonias a abril? ¿El frenesí de ejecución presupuestaria no podría ser en octubre o noviembre?

A algunos puede molestarle la idea de modificar tradiciones arraigadas. Pero lo valioso de la tradición no es su antigüedad, sino la sabiduría que contiene. Y nada hay de sabio en nuestra hecatombe decembrina: es simplemente algo que nos pasó, y que jamás hemos sometido a examen. Pero ya es tiempo. Ahora es cuando. Es él o nosotros. Hay que matar diciembre.

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