Columna publicada en El Mostrador, 30.12.2016

Alfredo Joignant publicó en La Segunda una respuesta a una columna que publiqué en La Tercera. Lamento no continuar la secuencia enumerativa, pero creo que mi réplica dista de los intereses de La Cuarta.

La intención de mi columna era reírme un poco de la izquierda autoflagelante que hoy desprecia a la Concertación y los impresionantes logros de sus gobiernos y, en cambio, se lanza a una crítica pseudoquijotesca de algo que llaman “neoliberalismo”, cuyos límites conceptuales son difusos y cuya cura pareciera pasar por la extensión indefinida del Estado. Y digo pseudoquijotesca porque, a diferencia del hidalgo, los políticos y teóricos de la autoflagelación izquierdista no comprometen su patrimonio ni sus familias en los alocados experimentos de política pública que diseñan y aplican, sino el patrimonio y las familias de otros.

Digo que esta autoflagelación se convierte en un regalo para sus adversarios políticos en el momento en que los herederos de la Concertación renuncian a todos los logros de la transición y de la socialdemocracia concertacionista, barren con sus principales representantes (como Lagos), describen sin mayores fundamentos a Chile como un eterno experimento neoliberal extremo, adoptan principios irracionales para diseñar y aplicar políticas públicas (con previsibles malos resultados) y, además, se dan el lujo de salir a prenderle velas en nombre de la democracia a Fidel Castro, un dictador brutal y homofóbico que se entretuvo por 50 años llenando las cárceles y los cementerios de Cuba con sus opositores y con los correligionarios que pudieran hacerle sombra.

El doctor Joignant parece haberse molestado no solo por sentirse identificado con el grupo de los que no viven según sus supuestas convicciones y porque olvidé mencionar que es coautor de El otro modelo, sino también por considerar que yo escribía sin saber lo que era el “neoliberalismo”. Entonces, ya que parece que cada sociólogo de izquierda tiene su propia definición, trata de explicarme cómo lo entiende él. Se referiría básicamente al acceso económicamente diferenciado a ciertos bienes básicos (derechos sociales en los que deberíamos ser “radicalmente iguales”), que afectaría la cohesión social, destruyendo el sentido de comunidad e incentivando la búsqueda de diferenciación y prestigio individual en torno a dichos bienes.

¿Quiénes serían entonces neoliberales? Todos los que no estuvieran de acuerdo en acabar con el acceso económicamente diferenciado a esos bienes. ¿Quiénes serían no-neoliberales? Los que están de acuerdo con acabar con el acceso económicamente diferenciado a esos bienes, reemplazándolo por uno igualitario (regulado por el Estado).

Esta visión, como Carlos Peña les ha señalado en todos los medios, es ciega a la experiencia vital y a las transformaciones concretas vividas por el país durante los últimos 30 años. De hecho, es hasta despectiva con la biografía de todos los chilenos, que habríamos vivido simplemente un engaño infame durante la mayor parte de nuestra existencia (desprecio retratado magistralmente por la referencia de Eyzaguirre a los “colegios con nombre inglés”). Y si bien uno puede entender que los matices y el apego a los hechos sean más complicados para la mente esquemática y abstracta de un abogado como Atria, resulta raro que un doctor en Ciencia Política prescinda de ellos en sus descripciones.Las limitaciones de esta perspectiva, que es la que Fernando Atria ha tratado de impulsar políticamente como candidato e ideológicamente como autor, saltan a la vista. En primer lugar, resulta sociológicamente poco seria. Hace una descripción maniquea y moralizante de la sociedad chilena, y luego concluye exactamente lo que los sesgos de su descripción ya prefiguran: Chile sería un país donde el Estado no existe y el mercado ha penetrado hasta los espacios más íntimos de las personas, generando un terrible malestar. Seríamos la “Norcorea del neoliberalismo”, creada por Pinochet y sostenida y perfeccionada por la Concertación (y su “neoliberalismo con rostro humano”).

En segundo lugar, sufre de un estatismo ingenuo. La propuesta parte de la base de que si el acceso a estos preciados bienes dependiera por completo del sistema político y de la regulación estatal, este sería mejor y más igualitario. Esto ignora la posibilidad evidente de que el reemplazo del código económico por el código político para el acceso a estos bienes significara simplemente reemplazar el acceso económicamente diferenciado por uno políticamente diferenciado, teniendo mejor acceso a aquellos que tuvieran mayor influencia política, y peor quienes no.

Así, la desigualdad no se eliminaría, sino que solo cambiaría de criterio. El único resguardo que las propuestas de Atria ofrecen respecto a esto es la moralización de la diferencia entre mercado y Estado, argumentando que en el primero todos actúan supuestamente de manera egoísta, mientras que en el segundo todos actúan supuestamente velando por el interés ajeno. Para una crítica extensa a esta moralización, Joignant puede leer el último libro de Hugo Herrera o mi reseña al libro de Atria Derechos sociales y educación.

La crítica es tan simplista y esquemática que no se hace cargo de las virtudes del mercado y de la sociedad civil para generar y expandir la provisión de bienes públicos. No considera la posibilidad de que la provisión óptima de estos bienes pudiera provenir de una combinación de regímenes institucionales y políticas focalizadas. Tampoco se hace cargo del hecho de que el malestar chileno parece tan crítico de las deficiencias privadas como estatales.

En vez de eso, ve estos bienes como si se tratara de un conjunto “suma cero” que no sufriría desmedro alguno al pasar a manos estatales, sino solo mejoras. Esto ocurre porque su atención solamente se concentra en las deficiencias del mercado y de la sociedad civil y, a ratos, ni eso: la sociedad civil, de hecho, no es mencionada ni tratada seriamente. Tampoco trata de evaluar qué grados de desigualdad resultan razonables a cambio de lograr mejor cobertura o calidad en la provisión. Y esto es porque el igualitarismo de la crítica es tan tosco (“radicalmente iguales”), que considera que ninguna desigualdad es justificable sobre la base de estos criterios, lo cual significa que, en el extremo, prefiere un sistema igualitario aunque sea de mala calidad y cobertura. Quizás una lectura rápida del último artículo de Deirdre McCloskey les haría bien.

En tercer lugar, identificar comunidad con Estado es, a estas alturas de la modernidad, ridículo. El profesor Joignant encuentra “gélido” el “neoliberalismo” y parece creer que el estatismo es calentito. Por eso no entiende cuando Daniel Mansuy describe la sociedad promovida por El otro modelo como “fría”. Sin embargo, tal como los estados de bienestar han mostrado, ni el individualismo ni la soledad ni el egoísmo son extirpados por la provisión estatal de bienes básicos. El Estado moderno no es una comunidad concreta. No es una familia ni un amigo. No es la buena onda ni la polis griega. Es un aparato sujeto a ciertas reglas abstractas que ejecuta, mediante burócratas, ciertas funciones. No es más cercano ni amistoso que una compañía de celulares, pero sin alternativas. Y es bastante obvio que si el gran horizonte político al que apunta El otro modelo es una sociedad donde el Estado provee al individuo de todos los elementos básicos sin necesidad de que interactúe con otros, no estamos en presencia de algo “más humano” que la bolsa de metales de Londres.

Finalmente, quiero decir que la crítica al hecho de que muchos de los grandes promotores intelectuales y políticos de la autoflagelación izquierdista –como Joignant– no vivan a la altura de las convicciones que predican, no es una mera crítica ad hominem. Es fuerte en tres sentidos.

Primero, porque al no tener “skin in the game”, al no arriesgar la piel, resulta mucho más probable que los experimentos que diseñan para las vidas de otros sean mucho más arriesgados que los que ellos mismos aceptarían. Y, además, sean ciegos a los males que su aplicación pudiera generar (como no construir hospitales para no concesionarlos, destruir la educación pública de excelencia o desfinanciar la Fundación Las Rosas).

Segundo, porque la educación que les dan a sus hijos y el modo de vida en que los socializan los debería convertir en privilegiados beneficiarios y reproductores del sistema que ellos critican. O, quizás, en otra generación de igualitaristas sin “skin in the game”, que tuitearán contra los horrores del capitalismo desde su casa en Cachagua, demolerán el Instituto Nacional desde el Grange y desfinanciarán a las organizaciones de la sociedad civil cuyos servicios probablemente nunca necesitarán.

En tercer lugar, da la impresión de que la “alternativa al modo neoliberal de vida” fuera tan débil que ni siquiera sus promotores se atrevieran a encarnarla, de alguna manera, en sus propias vidas. Lo cual refuerza la idea de que el “anticapitalismo” podría tratarse meramente de una impostura parasitaria del propio orden capitalista. Si ni los defensores de la alternativa parecieran creer en ella, ¿por qué tendríamos que hacerlo los demás?

Y si eso es lo que esta “nueva izquierda” tiene para ofrecer, una especie de pose política radical que desprecia su propia herencia y se la regala al adversario, y que implica –como señala Gray– serios riesgos narcicistas, tal como nos han mostrado Corbyn, Podemos, Syriza y, en menor medida, Sanders, entonces no se extrañen si dentro de pronto se convierten en los Jar Jar Binks de la política chilena. Como decía Raymond Aron, “a quienes la miseria de los hombres no nos impide vivir, que por lo menos no nos impida pensar. No nos creamos obligados a desvariar para demostrar buenos sentimientos”.

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