Columna publicada en La Tercera, 30.11.2016

Algunos consideran que está mal que la Teletón se financie mediante donaciones. Unos cuestionan que las donaciones sean públicas y de millonarios y empresas, porque sirve para que se hagan publicidad, ganen más dinero o “limpien su imagen”. Critican también la existencia de incentivos tributarios para donar. Otros cuantos creen que las donaciones son un mecanismo propio de la caridad, y que el tipo de tratamiento que ofrece la Teletón debería ser un derecho, por lo que su financiamiento no debería depender de donaciones. Por eso, argumentan, la Teletón debería ser un servicio estatal. Finalmente, muchos reclaman que el show televisivo promueve una imagen equivocada de los discapacitados.

¿Tienen razón estas críticas?
Es cierto que no es necesario que los millonarios hagan su donación en público. Sin embargo, esto puede presionar para que donen más, lo que es bueno. En el caso de las empresas, la gente prefiere ciertos productos porque, al comprar, parte de lo que pagan se dona. Pero nadie está obligado a preferirlos si tiene mejores alternativas. Luego, es más correcto decir que esos productos auspician a la Teletón que al revés.

Es un error, por otro lado, pensar que la mejor realización de los derechos y de la justicia misma no depende, en buena medida, de la colaboración entre el Estado y las organizaciones civiles y privadas. El Estado no puede reemplazar a la sociedad. Cualquier Estado, pero especialmente uno poco profesional como el chileno, tiene una capacidad muy limitada para atender directamente a todas las necesidades sociales. Por eso la existencia de organizaciones civiles especializadas es algo bueno y no el “reflejo de un déficit estatal”, como algunos dicen. Además, todo Estado debe fijar prioridades económicas y políticas. Y, al hacerlo, normalmente termina beneficiando a los grupos con más capacidad de presión, y olvidando -como nos recordó brutalmente el Sename- a los demás. Por algo el Servicio Nacional de la Discapacidad tiene las dimensiones que tiene.

Así, la posibilidad de invertir con la intensidad que la Teletón invierte en quienes tanto la necesitan depende justamente de que su presupuesto sea autónomo, y no una fracción del gasto estatal. Y, para que eso sea así, debe sostenerse en donaciones, las cuales, tal como muestran los 30 años de crecimiento de la fundación, son una fuente de financiamiento incluso más confiable que el siempre recortable presupuesto fiscal. Y ya que las donaciones son algo bueno y necesario, su incentivo tributario parece algo razonable.

Finalmente, la Teletón es también una festividad popular. Puede, por tanto, ser algo cursi. Pero eso no hace necesariamente morbosa o estereotipante la exposición de la verdad de miles de discapacitados. El show en eso ha mejorado mucho con los años. Exponer, en sí mismo, no es humillar. La humanidad suele esconder las verdades que le incomodan. Y la Teletón hace exactamente lo contrario: vuelve visible e ineludible el deber personal que tenemos con quienes nos rodean, especialmente con los que más lo necesitan. Por eso, ¡Viva la Teletón!

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