Columna publicada en T13.cl, 07.11.2016

Uno de los problemas del debilitamiento de la autoridad política es que las instituciones del poder se vuelven más débiles frente a la presión de los grupos de interés de todo tipo. Cuando algunas personas se quejan de que “pareciera que gobernara la calle”, apuntan a ese fenómeno. Un Estado débil, que no puede finalmente imponer alguna visión de justicia por sobre la pretensión de los grupos de presión, terminará cediendo ante ellos, pactando para mantener la gobernabilidad. El efecto de estos pactos, por supuesto, es que otros grupos se movilicen, ante la evidente oportunidad de obtener alguna ventaja.

La legitimidad del poder se construye, entonces, a partir de visiones de lo justo que logran ser impuestas a la mayoría de la población. Estas visiones, a su vez, no son meras teorías que convencen, en el plano de la razón, a los votantes. Generalmente están ancladas a una cierta experiencia que les otorga un sentido concreto, existencial. Experiencia, en general, mitificada. Las grandes disputas políticas que configuran aquello llamado “clivajes”, suelen remitir a estas experiencias.

En el caso chileno, el gran clivaje que daba energía a nuestra naciente democracia era la disputa entre los derrotados y los triunfadores del plebiscito del 88. La Concertación gobernó en nombre de las víctimas de la dictadura, y obtuvo de ellas legitimidad sacrificial. El pinochetismo, en tanto, se fue disolviendo hasta convertirse en una mera defensa ascéptica de las ventajas del sistema económico capitalista, ya que toda la retórica de la gesta patriótica fue sistemáticamente derrotada por la evidencia del horror. El punto final a esta disputa es que el hasta ahora único gobierno de derecha post-dictadura utilizó las mismas fuentes de sentido que la Concertación: las víctimas de la dictadura. Sin embargo, esta fuente ya a esas alturas parecía trivializada y agotada, incapaz de producir sentido. Así, la transición se podía dar por terminada, y comenzó la búsqueda de nuevas fuentes sobre las cuales poder legitimar la autoridad.

La primera de estas fuentes, aunque algo dudosa, estaba cantada: el movimiento estudiantil. De hecho, tal como nos dice Daniel Mansuy en su libro “Nos fuimos quedando en silencio”, uno de los momentos clave para entender nuestra nueva situación política es la patética genuflexión de buena parte del poder legislativo chileno frente al movimiento estudiantil del año 2011. Genuflexión interesada, cuyo fin era devolver al poder a la antigua Concertación, que al levantar sus rodillas pasaría a llamarse “Nueva Mayoría”.

Luego de tal pirueta, el poder, de hecho, volvió a las manos de quienes se consideraban sus únicos y legítimos dueños. Sin embargo, volvió degradado: no es gratis jurar lealtad a la calle. Para peor, el movimiento estudiantil era una fuente de legitimidad muy dudosa: la gratuidad universal en la educación superior era un fin difícilmente defendible como prioritario frente a otras necesidades urgentes, y los universitarios -la generación más privilegiada en la historia de Chile- eran víctimas tan dudosas como indóciles. Estos fueron los pies de barro del hoy naufragado gobierno de Bachelet.

El éxito de los estudiantes en su presión contra el Estado, aunque no sirvió para refundar el orden, sí sirvió para debilitarlo todavía más. Siguiendo la vieja máxima jurídica de que “el que puede lo más puede lo menos”, otros grupos se lanzaron alegremente a exigir su pedazo de la torta, tendencia que no parece ir en declive, sino en aumento. Por otro lado, el gobierno de Bachelet hizo del crecimiento de los puestos del trabajo estatales -de la expansión del Estado como bolsa de trabajo- una de sus principales políticas. Y a ello se sumó un impulso “descentralizador” que también multiplica los cargos sin aclarar demasiado sus funciones.

El escenario final, entonces, es un Estado en expansión con problemas de legitimación, tironeado desde distintos ángulos por la más amplia diversidad de grupos. Un estado, en suma, en proceso de debilitamiento. Y la gran pregunta que tendrá que hacerse el próximo gobierno es cómo hacer que ese Estado recupere legitimidad y fuerza, de tal modo que la descentralización, la expansión de los servicios públicos y la legislación misma no se conviertan en una repartija al estilo piñata donde agarren más los más fuertes. Así, con razón podemos decir que la función del próximo gobierno no será la de simplemente “administrar” el Estado: tendrán, de alguna manera, que reinventarlo.

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