Columna publicada en La Segunda, 30.11.2016

Por segundo año consecutivo, la PSU se rindió sin que nadie —ni alumnos, ni familias, ni  rectores: nadie— conociera la estructura definitiva del financiamiento a la educación superior. De hecho, sólo un acuerdo parlamentario de última hora permitió que el  asunto no terminara resolviéndose en el  Tribunal  Constitucional. ¿A qué se debe este confuso panorama? Después de todo, la gratuidad y la reforma universitaria representan el  “principal  legado” del  actual  gobierno (esas fueron, literalmente, las palabras de la ministra Narváez en una reciente entrevista dominical). ¿Cómo es posible, entonces, tal grado de incertidumbre?

Sin duda hay problemas coyunturales, como la falta de conducción política. Con todo, aquí también influyen factores más profundos en los que conviene reparar. Por de pronto, de un tiempo a esta parte ha resurgido en el  lado izquierdo del espectro cierto constructivismo muy nocivo a la hora de hacer política. Como explica Hugo Herrera en el segundo ensayo del libro “La frágil universidad” (CEP, 2016), antes que a una comprensión atenta a la realidad concreta y sus circunstancias, hoy se privilegian “metodológicamente nociones ideales”. Herrera apunta a las propuestas de Fernando Atria en materia universitaria, pero la descripción aplica con aún más precisión al (no) proyecto que la Nueva Mayoría ha articulado al respecto (que, dicho sea de paso, encuentra su inspiración en autores como Atria).

Desde luego, el problema no es tener un propósito —en política no existe la neutralidad—, sino aquel  idealismo que conduce a ignorar la fisonomía, complejidad y heterogeneidad del sistema de educación superior. En vez de mirar con atención este sistema para potenciar sus luces y corregir sus sombras —presentes en universidades estatales, tradicionales y privadas—, se buscó refundar dicho sistema. Esto de por sí resulta problemático, pero cuando además no se cuenta con las herramientas adecuadas, las consecuencias suelen ser catastróficas.

Todo esto confirma no sólo la filiación intelectual  de nuestros problemas políticos más acuciantes, sino también la relevancia de un sano reformismo. La educación superior chilena no era el peor de los mundos, pero exigía cambios con urgencia. Y cuando esos cambios no son propuestos con sensatez, siempre hay jacobinos dispuestos a impulsarlos. Los resultados están a la vista.

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