Columna publicada en El Líbero, 11.10.2016

¿Existe alguna relación entre la vergonzosa crisis del Sename y los problemas que subyacen al proyecto de “elección de intendentes”?

Aunque a primera vista pareciera tratarse de temas muy distintos, la respuesta es indudable: sí existe esa relación.Ambos fenómenos ponen de manifiesto nuestras dificultades para tomarnos en serio el papel del Estado. Desde luego, la gravedad de lo ocurrido en el Sename no admite comparación: la negligencia es evidente y las consecuencias son brutales (no se exagera en lo más mínimo al hablar de violación a los derechos humanos). Sin embargo, también es muy decidor que se proponga elegir unas autoridades regionales cuyas atribuciones definitivas continúan siendo un enigma. Ambos casos, en distintos niveles, reflejan el peculiar modo en que nuestra dirigencia política viene enfrentando de un tiempo a esta parte los problemas de diseño y gestión institucional.

Lo anterior es relevante, precisamente por la gravedad de lo sucedido en torno al Sename: los efectos de un diseño o una gestión institucional deficiente distan de ser inofensivos. La pregunta, por supuesto, es cómo se explica esta realidad. ¿En qué momento dejamos de afrontar con seriedad y rigor lo referente a nuestras instituciones y al Estado? ¿Cómo es posible que hayamos llegado hasta este punto?

La respuesta a estas preguntas dista de ser unívoca, pero no es descabellado pensar que el panorama descrito se ha visto favorecido no sólo por vicios y errores personales, sino también por ciertas ideologías imperantes a ambos lados del espectro. Si para una porción no menor de la derecha el Estado es poco menos que un mal necesario (lo que conduce a la indiferencia respecto del Estado, cuando no a la utopía del Estado mínimo), una parte importante de la izquierda suele asumir que basta aumentar el tamaño del aparato estatal para mejorar la vida de las personas (lo que lleva a ignorar sus limitadas competencias, tal como se ha visto a propósito de la crisis del Sename).

Si se quiere, la precariedad ideológica ha repercutido en la precariedad institucional, y ello tiene sus implicancias. Por de pronto, en estas condiciones es muy improbable que en Chile se materialice una noción de Estado a la altura de las circunstancias. Es decir, un Estado limitado, pero fuerte cuando corresponde; realmente descentralizado; y siempre al servicio de familias y comunidades. Mal que nos pese, es imposible no observar la huella de esa precariedad detrás del horror del Sename y de la liviandad con la que se ha abordado la elección de los intendentes.

Todo esto no deja de ser inquietante considerando que Chile está inmerso en un debate constitucional. El campo propio de una constitución política es el del Estado y, por ende, dicho debate debiera centrarse en cómo mejorar su diseño, calidad y eficacia. Si deseamos proteger la dignidad y los derechos básicos de las personas, ese debiera ser el foco al dialogar sobre una nueva constitución. De no serlo, de no tomarnos en serio la función del Estado, continuaremos listando interminables declaraciones de derechos, pero derechos de papel. Los niños más vulnerables del país pueden dar fe de cuánto sirve eso.

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