Columna publicada en La Tercera, 28.09.2016

Guste o no, en las últimas semanas la candidatura de Alejandro Guillier ha ido adquiriendo cierta realidad política. Las duras críticas que le dedicó el senador Ignacio Walker hace pocos días son el síntoma más manifiesto de este hecho político: el senador se instaló como figura presidencial. Encumbrado por las encuestas y por un pasado exitoso en los medios, el mismo Guillier parece saborear su nueva situación. De hecho, ya asumió tono y postura de candidato. No contento con haber comparado a Lagos con O’Higgins (y darse vuelta la chaqueta), criticó luego a la política “de arriba” (pues él encarnaría “la de abajo”), para después afirmar que busca ser la transición entre los viejos y los nuevos tiempos.

El relativo éxito que, hasta ahora, ha tenido su aventura sirve para comprender los problemas de la democracia representativa. En efecto, la dinámica inducida por las encuestas y la obsesión por la inmediatez afectan la calidad de la discusión pública. Después de todo, aún no sabemos nada de las ideas de Guillier, ni de su proyecto, ni de sus inspiraciones intelectuales, ni de su visión de país. Ni siquiera hay mucho donde criticar, porque eso ya supondría algún tipo de posición (“me pasaron un gol”, dijo alguna vez cuando le preguntaron por una de sus votaciones como senador). Guillier es tan transparente como el agua, pero en este caso no se trata precisamente de una virtud.

Ahora bien, el problema no es sólo de Guillier, sino también del entorno que ha permitido que él se constituya en una alternativa más o menos plausible. En este sentido, no está de más recordar que los partidos políticos están llamados a ser algo más que una mera correa transmisora de las preferencias cuantitativas medidas por las encuestas. Los políticos han perdido su prestigio precisamente porque han renunciado a su función mediadora, prefiriendo transformarse en simples mensajeros o parlantes. No se percatan de que así sólo contribuyen a horadar su propia legitimidad. De algún modo, las dos candidaturas de Michelle Bachelet encuentran su origen en el mismo error: a estas alturas, ya deberíamos saber que una posición cómoda en las encuestas no es suficiente para gobernar un país. Aunque la tentación de plegarse irreflexivamente a los sondeos de opinión es fuerte, los costos son demasiado elevados.

Los desafíos que Chile deberá enfrentar en los años venideros son demasiado graves para que sigamos depositando nuestra confianza en rostros o sonrisas carentes de contenido político, y ya sería hora que nuestros dirigentes tomaran nota del hecho. A su manera, esto también vale para la derecha, que sigue creyendo que el fracaso del Ejecutivo basta y sobra para no repetir los errores del pasado. Por más extraño que suene, Chile necesita más que nunca a políticos auténticos, capaces de elaborar diagnósticos y construir acuerdos amplios a partir de ellos. De lo contrario, seguiremos hundidos en aquello que Debord llamaba la sociedad del espectáculo, aquella donde no hay deliberación posible (y cuya característica principal es que el mismo Ignacio Walker termina plegándose a todo aquello que critica).

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